15 de julio de 2003

Yo sobreviví a mi nariz

Por: Juan Lozano

Gracias a Dios, nací sano y alentado. En medio de la alegría familiar, sin embargo, mi abuelo Juan, inquieto, llamó a preguntar a quién se parecía el niño. "A usted, es igualito a usted", le contestó sin filtros una enfermera despiadada que confirmó su temible sospecha. "Simpático y narizoncito", remató sonriendo. De inmediato mi abuelo entendió que la cosa no sería sencilla. No le faltarán las novias pero tendrá que hacer más méritos que el promedio para conquistarlas, sentenció proféticamente. Y él sabia de eso. Incluso llegó a ser un connotado poeta, para compensar con versos de amor el superávit olfativo propio de los Lozano, que hace innecesaria cualquier prueba de ADN a la hora de identificar parentescos.

Los primeros años fueron muy fáciles pues en mi casa la nariz no es un distintivo. El tema se puso serio cuando entré al colegio y comprendí que este es un mundo de chatos. O era el mejor futbolista, el mejor atleta o el más pilo del curso, o me la montaban. Como se me negaron los talentos para lo primero y naufragué en lo segundo, me la jugué a fondo por lo tercero evitando la involución hacia las subespecies de sapos y nerds que tanto abundan en la fauna escolar.

El verdadero premio de montaña de primera categoría llegó en el bachillerato, cuando las niñas del curso se peleaban por sentarse a mi lado en la clase de matemáticas, o en la de historia, o en la de literatura, pero apenas sonaba la campana salían corriendo a pasar el recreo con el primer futbolista de nariz respingada que se les apareciera en el camino. Desde entonces, vaya coincidencia, me parecen poco confiables los futbolistas de narices respingadas así jueguen en el Real Madrid o en el Deportes Tolima. Más aún, lo confieso, no le entregaría mi plata a un banquero ñato.

El panorama se me puso más negro cuando arrancaron las fiestas bailables. Sin pinta ni paso, y con los grandes del bachillerato compitiendo en nuestro curso por el corazón de nuestras compañeras, comenzó la travesía por el desierto. Entonces recordé a mi abuelo, aunque mi situación era mucho más difícil, pues al ocaso del siglo XX, quien pretendiera hacer un levante con un soneto quedaba con inscripción perpetua en la galería universal del ridículo.

Vino el amor. Noveno grado. Ella era de décimo. Inteligente. Simpática. Bella. Solo tenía un defecto: su novio, respingado capitán del equipo de fútbol y bailarín virtuoso que repetía en versión Chapinero los pasos estrafalarios y rebuscados del almibarado Travolta. Mi dignidad estaba en juego, pues no iba a dejar que ese tipo se quedara con la mujer de mis sueños.

Desplegué toda mi artillería pesada. Me gané su amistad, recibí trofeos delante de todo el bachillerato que le dediqué a ella con mi mirada, la consolé cuando el rufián le fue infiel, le contaba historias deliciosas, la hacia reír, le compraba sus chocolatinas favoritas, en fin, pasaba feliz conmigo, y yo con ella. Cuando finalmente terminó con su novio, la invité a comer pizza al sábado siguiente. El gran día llegó. Ella estaba divina. Se veía radiante. Me abrazó muy afectuosamente. Mi corazón latía a toda velocidad. Le tomé las manos. "Te tengo que decir algo", dije. Ella, entonces me apretó las manos, se me acercó, me habló al oído y me dijo yo también. "Hoy es un día inolvidable para mí... tengo mariposas en el estómago.. estoy feliz, estoy enamorada. ¡volví con mi novio!".

Quedé frío... pero con el decoro intacto. Llegó la pizza y cuando estábamos terminando, él llegó a recogerla. Aprendí la lección. El amor llega a la hora exacta, sin afanarlo, sin asfixiarlo. A mi vida ha llegado generosamente, y ahora está aquí para quedarse. Así lo siento. Basta con ser tú, sinceramente, sin adornos ni retoques, con la nariz que tienes, la cabeza que tienes y el alma que tienes. Basta con abrir el corazón, confiar en Dios y transitar por el camino recto.

Ahora, años después, dicen que podré ganar la alcaldía de Bogotá por una nariz. En mi caso, comprenderán ustedes, esa diferencia no es poca cosa. De todas maneras me queda más fácil ganarla por una nariz que por un pelo. Lo que sí me dice mi buen olfato político es que a estas alturas del paseo no hay ningún candidato que tenga un mejor perfil que el mío... y que conste que no estoy pidiéndole apoyo electoral a la academia bogotana de cirugía plástica.