10 de junio de 2003
Las piernas de Kenia
Juan Pablo Meneses viajó a Nairobi para conocer a los hombres más rápidos del mundo y descubrir que, aunque flacos y mal alimentados, son más veloces que el viento. crónica para soho y etiqueta negra, del perú.
Por: Juan Pablo MenesesAl final de esta historia alguien muere. Es una muerte inesperada. Pero eso sucede al final de esta historia, porque ahora estoy arriba de un Boeing de South African Airways sobrevolando Nairobi. La pista se ve cerca, ridículamente delgada y gris en medio de un mar de tierra tan seca como una cucharada de arena. Mi vecino de asiento es John Hesler, un keniano blanco que subió al avión en Johannesburgo, adonde había ido a cerrar un gran negocio de importación de televisores. Estudió en Europa, reparte su vida entre Londres y Nairobi, y dice que la mejor empresa de su vida sería la representación de maratonistas de Kenia.
· Es un gran negocio llevarlos a los circuitos internacionales. Pero hay demasiadas compañías europeas en el tema y estos atletas no son muy disciplinados?, dice Hesler, quien por ahora prefiere seguir negociando televisores.
Basta aterrizar en el África negra para comprobar, dentro del propio aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi, que la zona sigue siendo un misterio para los occidentales. Vengo a ver correr a los atletas de Kenia, esos hombres y mujeres flacos como un palo, modestos, que ganan las más largas carreras del planeta.
Son las siete de la mañana y todo el mundo anda de manga corta en Nairobi. Sobre la berma de la carretera Moi cientos de kenianos trotan hacia sus trabajos o escuelas. Un keniano promedio corre entre cuatro y seis kilómetros diarios. Por la orilla de la carretera trota gente de todas las edades, hombres solos y acompañados, niños con sus cuadernos y ancianos sin pelo, grupos de amigos y familias completas. Muchos acompañan las zancadas cantando, como si realmente fueran felices, como si correr todos los días a las siete de la mañana para ir al trabajo fuera una bendición más que una tortura.
· Así se vive acá y así se van formando los atletas?, dice Karl, un alemán que trabaja en el palacio de Habitat, la oficina mundial de las Naciones Unidas para la vivienda, y que me lleva por la carretera.
En un país donde las industrias más importantes son el turismo, seguido de las flores y el café, los corredores de Kenia se han convertido en su exportación de más prestigio. Las pasadas siete maratones de Boston, tres de las últimas cinco de Nueva York y la última de Rotterdam fueron ganadas por kenianos. A eso hay que sumar cinco récords mundiales en junior, tres en mujeres, la supremacía absoluta en el cross country y la sorprendente trayectoria de Wilson Kipketer.
Kipketer es un símbolo de la nueva Kenia. No aparece en ningún billete ni tiene monumentos, pero todos hablan de él. Para algunos, se trata del más bastardo traidor. Para otros, un ejemplo de progreso. Por eso Karl se entusiasma tanto en contar su historia. Y aunque vamos en la carretera Moi, camino al estadio para las prácticas, por un minuto su relato se apodera de la conversación y uno se lo imagina todo claramente: ahí está Kipketer, saliendo de su departamento lujoso en un buen barrio de Copenhague. Hace frío, por eso Kipketer lleva abrigo largo y se apura en meterse a su automóvil deportivo y calefaccionado. Va de la mano de Percilla, su novia europea, y antes de los entrenamientos debe ir a la Universidad de Dinamarca, donde está matriculado en Ingeniería Eléctrica. Su representante lo llama al celular para decirle que le ha cerrado tres carreras para el próximo mes. Kipketer, que ahora gana medallas de oro para Dinamarca, cuelga y sube el volumen de la radio. Pese a sus largas horas de entrenamiento, las piernas que lo han hecho millonario siguen flacas. Flacas como escopetas. Flacas como un verdadero keniano.
Las oxidadas rejas del Nyayo Stadium están a medio abrir. No hay guardias de seguridad ni cámaras de control. El estadio, donde entrenan varios de los mejores corredores jóvenes, tiene el pasto de la cancha seco como una toalla amarilla. Casi toda la actividad se concentra fuera del rectángulo, en la pista atlética de rekortán. Al centro del estadio un grupo de atletas dobla sus piernas como si fueran gomas. Otros, en la pista, giran en tandas cortas.
Philip Mosima, que entrena hoy, es el dueño del récord mundial juvenil de los cinco mil metros, que ganó en Roma. Acaba de dejar el ejército y trae sus gastadas zapatillas con clavos en una bolsa que parece ser de supermercado. Es bajo y flaco. Su cuerpo no da cuenta de un atleta de nivel mundial. Tiene sus dedos tan delgados como sus muslos y mientras habla rara vez levanta la vista. No es necesario hacerle un test de personalidad para saber que es tímido, muy tímido, y que debe resultar fácil tentarlo con un contrato.
· Tengo ganas de salir de acá y correr en Europa. Me gustaría estar en todos los grand prix?, dice. Le pregunto si quiere seguir los pasos de Kipketer y los ojos le brillan. Una luz que se desvanece pronto, porque una reciente lesión en su rodilla derecha ha espantado súbitamente a los representantes europeos en busca de promesas. Antes de ponerse a correr enrolla la bolsa de plástico, que es su maletín de trabajo, y se la mete al bolsillo.
Otro de los que esta mañana practica en el Nyayo es John Kosgei, que es otra historia. Viste un buso azul, una cadena de oro en el cuello y una picadura enorme en su pómulo derecho. Especialista en tres mil metros y sin récord mundial, se conforma con ir y venir lo justo y necesario de Nairobi. Competir en el extranjero y regresar rápido, al igual que su ídolo deportivo Kipchoge Keino, el keniano que más medallas ha ganado y quien, a diferencia de Kipketer, prefirió quedarse en el país con una vida sencilla. Venderse al extranjero y triunfar por un país europeo o quedarse en su país con una vida repleta de carencias: esas parecen ser las únicas alternativas para estos corredores.
Esa, también, es la duda que tiene Edwin. Él es un joven sin pergaminos pero lleno de ganas, que aún no logra decidirse entre la fuga al éxito o la dura pelea en casa. En su sonrisa tímida parece quedar la sensación de que no le ha sido fácil elegir entre seguir los pasos de Kipketer o Kipchoge.
Las prácticas de atletismo no son un panorama entretenido. Se reducen a contemplar gente que gira y gira sobre la pista, mirando cada tanto el cronómetro y bregando por descender sus marcas. Si la vida no es otra cosa que una lucha contra el tiempo, los atletas deben ser los hombres y mujeres que mejor han encarnado esa máxima. Y corren como avestruces, sin mucha movilidad, como si sus piernas fueran palos de críquet con articulaciones de fierro. Ni pensar en el ritmo de los futbolistas negros de Brasil ni en la movilidad de los afroamericanos de la NBA ni en las piernas hinchadas de músculos de los velocistas jamaicanos. Las de los kenianos son zancadas con menos gracia, atáxicas, monocordes y regulares como una jirafa a cuerda.
· ¿Y en qué piensas cuando tienes que correr cinco mil metros?, pregunté a Mosima antes que se fuera a la pista a correr en círculos.
Su respuesta fue breve, casi filosófica:
· En el tiempo.
Él quiere tener un nuevo récord, y con esa marca tratar de tocar su estrella: fichar en un equipo de Europa.
Me siento en las graderías de este inesperado laboratorio a verlos correr, mientras un entrenador de túnica habla con el único hombre blanco que está sobre la pista. Alguien me ha dicho que ese tipo de bigote rubio es un escocés, que coloca atletas en universidades francesas con hambre de medallas. Afuera del Nyayo Stadium, un grupo de niños con hambre de comida pide monedas.
Nada hace pensar que al final de esta historia alguien va a morir.
El National Newspaper es el diario de mayor circulación en Kenia y uno de los más influyentes en todo África. Sus oficinas están en el centro de Nairobi y, como en cualquier edificio del país, las fotos del presidente Daniel Arap Moi están en cada pared. Es la ley, la que se debe respetar en los hoteles, discotecas, restaurantes y cualquier lugar público. En todos esos sitios, además de en todas las monedas y billetes, aparece la cara del presidente Moi. A la hora acordada me reúno con Peter Njenga, el periodista deportivo estrella del National Newspaper.
Me cuenta que en las últimas olimpiadas los kenianos siguieron las carreras por televisión a las cuatro de la mañana. Parece insólito: un país muy pobre desvelado toda la noche para ver un maratón. Cuando los atletas volvieron a Nairobi, una turba llegó hasta el aeropuerto a recibir a sus héroes.
· El problema es que se les sobreexplota y se queman muy temprano. Sus carreras duran tres o cuatro años? dice Njenga, quien lleva veinte años como periodista deportivo y que tiene a la vista una credencial olímpica.
El gobierno de Moi les ha dado trabajo en el ejército. Las tres cuartas partes de los deportistas destacados son militares, lo que les permite dedicarse casi exclusivamente a correr, recibir un sueldo y ordenar sus horarios. Todo este ambiente de verdaderos aficionados, casi amateur, antiprofesional, hace que la mayoría de los atletas no pueda sobrevivir fuera de Kenia. Los expertos internacionales suelen acusar a los atletas kenianos de tener una fe ciega en sus condiciones naturales y de no preocuparse por tener una carrera deportiva a largo plazo. Los fondistas africanos manejan sus vidas como una carrera corta.
La excepción es Kipketer. "Ajeno a las constantes luchas tribales que tanto debilitan las carreras deportivas de los kenianos", dijo El País de España, cuando el atleta batió el récord mundial de ochocientos metros planos en Roma (y de paso recibió un extra de cincuenta mil dólares). La crónica se dedicaba a alabar las disciplinadas costumbres occidentales del medallista keniano-danés.
Anoche tuve un sueño insólito. Estaba trotando por la calle Biashara, en el centro de Nairobi, junto a cinco kenianos: una mujer que parecía prostituta y llevaba tacos altos, un niño desnutrido, un anciano de sombrero inglés y manos de esclavo, y dos atletas de Kenia con camisetas de clubes europeos. La calle estaba repleta de animales: jirafas, elefantes, leones y rinocerontes, todos sentados, como conversando entre sí. Corríamos rápido, y yo era el único que me cansaba. Trataba de seguirlos, de hablarles, pero solo la puta mostraba algo de interés. Los seguía con una grabadora en la mano y cuando les hacía preguntas me sentía el tipo más idiota del mundo. Ellos empezaban a alejarse, pero sin apurar el tranco. Entonces yo hacía un triple esfuerzo por alcanzarlos, pero se me iban, hasta que terminaba por caer al suelo. Ahí me quedaba, y entonces se detenía ante mí una camioneta de las Naciones Unidas. Por la ventana de la 4x4 diplomática se asomaba un gringo, con sombrero de safari y protector solar en la nariz, que se ofrecía para llevarme. Justo en ese momento desperté.
Desperté en la habitación del Inter-Continental de Nairobi, unas horas antes de una recepción de la embajada de Chile. Y ahora estoy en la recepción, rodeado de altos ejecutivos europeos, embajadores y cónsules de medio mundo y personalidades de la política de Kenia.
En toda recepción de embajadores, uno nunca está convencido de quién es el tipo de enfrente. Hay demasiadas sonrisas, indiscriminada cortesía. He caído en un círculo cerrado donde se habla de atletas. Y aquí me quedo, escuchando una charla que parece que fuera de caballos. Chris tiene una tarjeta de general manager de una empresa que se lee importante, Colsult, aunque todo indica que anda buscando un gran negocio.
#&149;Los atletas de acá se están adaptando maravillosamente a Europa. La clave es llevarlos en grupo, por nada del mundo solos. Y hay que inscribirlos en los campeonatos de primavera y verano, porque rinden mejor en estadios al aire libre que indoor?, dice Chris.
Otro, que se dice médico deportivo, explica:
Corren entre los mil seiscientos y tres mil metros de altura, y ahí el aire es menos denso, con menos oxígeno. Eso permite al keniano adaptarse desde niño y fabricar una mayor cantidad de glóbulos rojos. Por eso son inalcanzables en carreras de fondo.
Hoy el National Newspaper publica cuatro páginas con cuerpos mutilados. La noticia del día es una batalla entre tribus, en un barrio de Nairobi. La batalla termina con veinticinco muertos. Nada nuevo, parece decirme el taxista, levantando los hombros. La noche anterior, en uno de los bares del centro, entre gringos de organismos internacionales y kenianas de cartera roja y zapatos de charol, me enteré de que esa tarde había muerto uno de los corredores que conocí en el Nyayo.
· Nadie sabe quién es. Murió atropellado por un jeep, camino a su casa? fue la frase anecdótica, en una región donde mueren un millón al año por el sida.
Edwin era un atleta sin pergaminos y no sabía si salir de Kenia o quedarse acá. Ni siquiera tuvo tiempo para decidirse. Usando el punto de vista económico, pensando en la floreciente empresa de los maratonistas, su muerte se trataría de una pérdida intrascendente. Acabo de tomar un taxi, y al rato, mirando por la ventana, he sumado cerca de cien adolescentes trotando a sus casas. Por la memoria de Edwin, creo que celebraré cada vez que un atleta de Kenia gane una prueba internacional. Da lo mismo que sea un 'bastardo' que corre por un club italiano, francés, danés o keniano; o un 'héroe' que sigue defendiendo los colores de su país. Solo importará que sea uno de estos nairobianos que ahora da pasos de zancudo por el lado de mi ventana, la mayoría de ellos cantando, como si realmente fueran felices.
Corren entre los mil seiscientos y tres mil metros, donde el aire es menos denso, lo que les permite fabricar mayor cantidad de glóbulos rojos. No los alcanza nadie. Queda claro luego de verlos correr en el Nyayo Stadium.