8 de febrero de 2010

Lo que nunca entendí de... Buck Rogers en el siglo XXV

Por: Por Roberto Palacio

Me tomó de 1979, año en que aireó la serie, a la fecha caer en la cuenta de que Twiki era el pipí de Buck Rogers. Cualquiera lo puede corroborar; ¿cómo más explicar el ridículo casco alemán que tenía por cabeza? Eso no explica, claro, por qué en el borde del prepucio le pusieron luces. Como cualquier pene, Twiki tenía un cerebro propio: el Doctor Theopolis, el robot-computador en forma de plato metálico para perros con los ojos iluminados como el aviso neón de una pizzería que llevaba en el pecho. Claro, esto tampoco explica por qué a Theopolis, tan importante —definía el color a los atardeceres—, con toda la tecnología del siglo XXV no le pusieron un par de piernas propias. Es como si en la Isla de la Fantasía, Tattoo hubiera tenido que llevar a tuta a Ricardo Montalbán con sus impecables trajecillos blancos. ¿Cierto que le hubiera restado credibilidad a Ricardo, que algunos de nosotros incluso queríamos ver de presidente de México? Theopolis es el cerebro del pipí de Buck: factum. Twiki es ese pipí.

Pero maldita sea, es un cerebro de silicona, racional, exponencial. No entiende la poética de la carne. Proviene de una larga sucesión de platos caninos que se han autoprogramado sin intervención humana. Por eso, a diferencia de un pene humano, que siempre apunta hacia la más furcia, este cerebro quiere depositar a Buck en brazos de la ascética y tecnologizada coronel Wilma Deering. El que recuerde la serie, habrá sido impactado por la actitud de la coronel porque más ofensivo que el hecho de que un plato nos diera órdenes, era presenciar una mujer en los ochenta que no estuviera confundida. Era como Íngrid Betancourt, pero secuestrada diez años en la estación espacial Mir, sin sexo: prepotente, absolutamente segura de su inseguridad, cabrona e incapaz prepararse un tinto por sus propios medios. Siendo una mujer del siglo XXV, poco cariñosa, de menstruaciones finamente distanciadas según una curva de distribución de Gauss, Wilma estaba muy apetitosa, pero le faltaba mugre. Es la típica mujer de la que otras mujeres dicen que es bonita.

Ahora bien, la ciencia no ha podido averiguar si Buck Rogers era un varón. El spandex de los trajes de la serie parece sugerir que tenía una copa de brasier ligeramente superior a la de Wilma, por lo cual la revista TV Guide lo llama ‘un embutido polaco’. El spandex que yo más apreciaba era el de la mala del paseo, la princesa Ardala, encarnada por Pamela Hensley, una bella actriz californiana que parecía sacada del video de La chica light de los Tupamaros, y por la cual, si yo hubiera sido Buck Rogers, habría tirado a la lona toda la especie humana para procrear como conejo cósmico sobre un planetoide perdido una nueva estirpe humano-draconiana. Pero no. Buck, como Buzz Lightyear, es un idiota que no sabe que es un juguete y se puede meter entre las sábanas de esa tiranita. Parece que es un mal de todo ‘Space Ranger’. A diferencia de Buzz, sin embargo, a Gil Gerard sí dan ganas de pegarle pólvora al culo y encenderla, de la que se salvó Lightyear. Su gran ingenio es que aún sabe calentar comida sin un microondas, y si una supercomputadora maligna amenaza a la Tierra, a Buck se le ocurre meterse detrás de la consola y desconectarla. Es un héroe, sencillo: coge el pollo con la mano y puede fornicar por detrás con amor. ¿Será que dentro de quinientos años las mujeres tampoco van a apreciar estos, nuestros más elaborados adelantos?