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12 de junio de 2009

Mujeres SoHo

V. No matarás (Modelo: Vaneza Peláez)

El asesino no era el mayordomo, como en la mayoría de las novelas negras que había leído, sino la mujer que cada semana, los viernes al mediodía, iba a arreglarle las uñas a la señora.

Por: Fernando Quiroz
V. No matarás (Modelo: Vanessa Peláez) | Foto: Fernando Quiroz

El asesino no era el mayordomo, como en la mayoría de las novelas negras que había leído, sino la mujer que cada semana, los viernes al mediodía, iba a arreglarle las uñas a la señora. Pero Simón se demoró en comprenderlo, a pesar de las pistas que el autor le ofrecía cada dos o tres páginas.

Cuando lo supo respiró con alivio, pues le había tomado un curioso afecto al mayordomo, y lo atormentaba la idea de que el pobre hombre pudiera terminar en la cárcel. Dejó el libro sobre la mesa de noche y se levantó al baño. Tenía el cuerpo pegajoso y había resuelto darse una ducha antes de meterse bajo las cobijas.

Mientras caía el agua y el enorme espejo en el que Cristina solía pintarle corazones se iba empañando, Simón trató de atar los cabos sueltos de aquella historia que había comenzado a leer esa mañana en el avión que lo traía de regreso de Cartagena, para establecer la razón por la que aquella mujer en apariencia inofensiva había decidido envenenar a María de los Ángeles Ochoa, una actriz de teatro que se acercaba a los 60 años y que gozaba del afecto de los espectadores desde muchas décadas atrás, cuando se había hecho famosa por su papel protagónico en la telenovela Alicia adorada.

Tenía entonces un cuerpo que todas las noches, a las siete en punto, envidiaban las amas de casa. Había aparecido en la portada de todos los semanarios de farándula y había posado desnuda para una revista que muchas mujeres les tenían prohibida a sus maridos, por su fama de publicar a las modelos y a las actrices más deseadas del país.

Ahí está, pensó Simón. La mataron por envidia.

Se quitó el jabón en un dos por tres y se apresuró a salir del baño para saber si había dado en el blanco. Pero cuando abrió la puerta que daba a su habitación, con la toalla amarrada en la cintura y el pelo escurriendo gotas perfumadas que iban dejando un camino de agua, encontró a Cristina tendida sobre la cama, y adivinó que debajo de su delgada y vaporosa piyama no llevaba calzones. Unos meses atrás no lo habría dudado. Pero llevaba un buen tiempo bloqueado, buscando cada noche una disculpa para evitar a una mujer que ya no le despertaba el deseo.

Va a empezar una película de las que nos gustan, le dijo su novia mientras subía a distancia el volumen del televisor. Vi los avances: creo que es esa en la que organizan una orgía en una mansión en las afueras de Nueva York. Pero Cristina estaba confundida. No se trataba de Ojos bien cerrados, como pensaba, sino de una de esas producciones a mitad de camino entre lo erótico y lo pornográfico, rodada en Los Ángeles y protagonizada por actores que jamás habrían llamado la atención de Stanley Kubrick.

No es.

Simón fue tajante para evitar que Cristina tratara de convencerlo de abandonar la lectura, apagar la luz y acomodarse a su lado. Quería saber por qué habían asesinado a María de los Ángeles Ochoa, aunque estaba casi seguro del motivo. Le dio la espalda a su novia y se agachó para secarse uno a uno, y con meticulosidad desesperante, los dedos de los pies. Se echó encima mucho más talco del que necesitaba, se levantó para devolver la toalla a su lugar, y esparció restos del polvo blanco sobre el camino todavía húmedo que había dejado a la ida.

Cristina ni siquiera se enteró del desplante, pues estaba esperando el momento en que aparecería Tom Cruise, que siempre la devolvía a los cuentos de hadas de su adolescencia. Pero mientras cayó en la cuenta de que Cruise no estaba en el reparto, Simón alcanzó a avanzar hasta el punto en que la manicurista, la misma noche del asesinato, regresaba a su casa, se lavaba las manos con alcohol y vinagre, como si así pudiera quitarse una culpa que empezaba a acosarla, se tiraba sobre la cama, exhausta, y encendía el televisor por la fuerza de la costumbre.

Aunque su cabeza andaba en otra parte, la escandalosa música que identificaba las noticias de última hora la devolvía a la realidad. El presentador anunciaba que, en hechos aún no esclarecidos, esa tarde había fallecido la veterana actriz María de los Ángeles Ochoa. La asesina primero sintió que el corazón adquiría un ritmo violento, pero más adelante, cuando empezaron a hacer un recorrido en imágenes por la vida y la obra de la actriz, y la volvió a ver, conmovedora, en su papel inolvidable de Alicia, se echó a llorar como niña.

No entendió cómo había sido capaz de terminar con la vida de una mujer a la que tanto había admirado, a cambio de unos cuantos billetes. Una mujer de la que, además, se había convertido en su confidente, de la que sabía tantos secretos que le había contado mientras estiraba sus manos para que le sacara brillo a las uñas.

Estaba a punto de llamar a la Policía para confesar que había sido ella quien le había puesto el veneno al vodka que la actriz tomaba siempre al mediodía y para revelar quién la había contratado para consumar el crimen, cuando Simón sintió que Cristina estiraba un pie, buscaba los suyos y empezaba a ascender desde los tobillos hacia las rodillas, lentamente, y luego de las rodillas hasta el borde de los calzoncillos que usaba en lugar de piyama. Equivocó los renglones, perdió el hilo de la narración, no supo si la manicurista había alcanzado a llamar a la Policía o seguía llorando la desgracia que se le avecinaba, cuando el pie de Cristina encontró su miembro. Levantó los ojos y vio en el televisor a una mujer que caminaba hacia la piscina de una casa que miraba al mar.

A medida que se acercaba se iba desnudando, hasta que finalmente se lanzaba al agua. Nadaba de un extremo al otro, buscaba un colchón inflable que estaba junto a la orilla y se acostaba boca arriba para tomar el sol. La cámara recorría aquel cuerpo firme y bronceado. Se detenía en la mano de la actriz, que descendía lentamente sobre el abdomen y empezaba a dar vueltas alrededor del ombligo antes de hundirse tímidamente en su sexo.

Cristina sintió que el miembro de Simón se endurecía, pero esperó hasta que su novio decidió cerrar el libro. Cuando calculó que estaba a punto de voltearse hacia ella para responder a su llamada silenciosa, retiró el pie de repente y se levantó de la cama. Hacía varias semanas que sabía lo que estaba pasando, pero no le iba a dar a su novio el gusto de tener la última palabra.

Simón, que por un momento creía haber recuperado el deseo, no entendió qué sucedía. A dónde vas, preguntó.

Voy por un vodka. Me ayuda a calentarme.

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