28 de noviembre de 2012

Guía

Cómo saber... si usted es un viejo verde

Marianne Ponsford le da cuatro consejos clave para que usted identifique si es un viejo verde.

Por: Marianne Ponsford

Uno de los más memorables poemas del catalán Jaime Gil de Biedma se llama No volveré a ser joven. Su última estanza dice así: “Pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: envejecer, morir, es el único argumento de la obra”.

¿Qué hombre, al mirarse al espejo y descubrir que los años han pasado, no añora las proezas de su juventud? ¿Qué viejo, entonces, puede no ser un viejo verde? Imagino, sinceramente, que ninguno. Por lo tanto, la única manera de no ser un viejo verde es aparentar no serlo. Lamento decirlo, pero creo que no hay otro remedio.

Porque debe recordar que usted también fue joven, y que nada quería más a sus 20 que estar lejos de los viejos. Que la edad ha sido siempre una barrera infranqueable, y que el progreso, que también llega a estas latitudes, significa que las edades entre los sexos se acortan a la hora de buscar pareja. Solo los pastores talibanes y los campesinos de Mongolia se emparejan con niñas, y usted ni es talibán ni vive en Ulan Bator.

Pero como usted sí es un ser humano, y es humano admirar la belleza, y es humana la vanidad de querer poseerla, la única alternativa posible es la de aparentar. De apariencias se vive en las edades tardías. Ni modo.

Por lo tanto, estos cuatro humildes consejos solo tienen que ver con el arte del fingimiento: cómo aparentar que las muchachas jóvenes ya no le importan a quien quizá, al fin de cuentas, no le importe otra cosa.

El primer consejo es fundamental: como los toreros, córtese la coleta. Lleve el pelo corto. Usar coleta con el pelo entrecano es presagio de desastres. Y asegúrese de ir siempre impecablemente rasurado. Como un lord.

Lo segundo: No use camisetas de manga corta. Use siempre una camisa sobria, bien abotonada, debajo de la chaqueta. Y abandone los tenis y, preferiblemente, los jeans también, a menos que los lleve con zapatos de cuero marrón.

Lo tercero, si nota que con frecuencia se le van los ojos en la dirección equivocada, si nota que la mirada se le desliza inevitablemente hacia las protuberancias femeninas cada vez que conversa con una mujer joven, use gafas de sol. Si está lloviendo y se siente ridículo, aprenda a mirar con disimulo. Ante todo, que no se le note nunca, por favor. A las mujeres hay que mirarlas a los ojos. Sobre todo si ellas lo están mirando a usted.

Y cuarto, el lenguaje. Muérdase la lengua cada vez que quiera echarle un piropo a una jovencita. No lo haga. Aguántese las ganas. No la va a halagar, como usted cree. Si no se aguanta, entonces no la piropee con lascivia sino con la más suprema elegancia verbal. Con gesto de distante admiración. Con la cortesana modestia de quien se dirige a una majestad.

No hay más que decir. Quizá agregar, a manera de consuelo, que la imaginación no es tan mal lugar para vivir. Allí han vivido casi todos los poetas, y desde ese lugar y ningún otro alcanzaron la ilusión de la inmortalidad. Eso, por supuesto, si quiere seguir siendo considerado por sus congéneres como un caballero. Descubrirá que eso, la caballerosidad, que le parece en teoría una tan magra recompensa, acabará por convertirse en fuente de insospechado placer.

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