19 de agosto de 2009

Contra los mariachis (Y eso que soy mexicano)

Por: Juan Villoro
| Foto: Juan Villoro

Detesto el mariachi, pero de una manera tan extraña que en realidad es una de las molestias que más me gustan, y esto no se debe al masoquismo.

El tema volvió a mí porque me encontré a Carlitos Espronceda, un amigo de Guadalajara, bastión del mariachi.

Nada resulta tan sacrificado como el arte de justificar que otros nos quieran. Ciertas amistades deben cuidarse como un pez dorado: necesitamos cambiarles el agua con frecuencia, rociarles alimento, ver que no aparezca una sospechosa pelusa en torno a sus ojos. Otras se alejan como ballenas en sus rutas migratorias, pero no por ello son menos exigentes. Carlitos, amigo espasmódico y detallista (del tipo ballena), me preguntó por mi colección de discos de mariachi. Mi respuesta lo decepcionó como si yo propusiera que el Museo de Antropología se convirtiera en un McDonald‘s: "Prefiero que me den toques eléctricos a oír mariachi". Luego recordé que él me había regalado mis únicos tres discos del género y añadí con apuro: "Es que los toques me gustan mucho".

Por suerte, él se acordó de la tarde en que hicimos una cadena humana en una cantina para recibir descargas eléctricas que nos parecieron muy emocionantes. Una de las más arraigadas tradiciones mexicanas es la del hombre que lleva a los bares y cantinas una caja de puros con una batería y dos polos que dan toques. Se trata de un recordatorio de lo mucho que nos gusta lo que lastima y hace daño. Toda consideración mexicana sobre el gusto es, necesariamente, una consideración sobre el dolor. Según se vea, eso nos hace muy auténticos o muy japoneses.

Amigo impar, Carlitos fue muy solidario durante una crisis emocional. No solo soportó mis desahogos, sino que yo los cantara con mariachi. Cuando me mudé de casa, me regaló tres discos de mariachis históricos, anteriores al uso de trompetas. Durante meses, mi única compañía musical fue ese legado purista de la pasión ranchera. Le hablé por larga distancia para decirle que coleccionaría muchas versiones de lo mismo, pero no sentí necesidad de comprar un cuarto disco.

En un viaje a Guadalajara, Carlitos me reunió con unos amigos que se sentaron en torno a un tequila sin marca, dispuestos a no abrir la boca. Estuvimos como un círculo de piedras carentes de energía hasta que llegó un mariachi y el estruendo nos rescató de nosotros mismos. Pedí una canción tras otra, incluida La flor del capomo, pieza que según el experto Daniel Sada mide la erudición de los músicos de negro. "¡¿Qué les dije

!", Carlitos me señaló con orgullo ante sus amigos. A las cuatro de la mañana, cuando regresábamos a mi hotel, tuve el mal gusto de comentarle que el mariachi se había inventado para remediar la ausencia de conversación. ¿Quién quiere decir algo ante tres trompetas? "Pensé que estabas contento", respondió él con telúrica tristeza. Traté de explicarle que la desesperación me había llevado a los mariachis y los mariachis a una euforia parecida a la desesperación. Carlitos se había quedado con el corbatín tricolor de un mariachi. Me lo entregó como quien rinde una nación.

Vivimos en un país raro donde lo auténtico es contradictorio: el chile de calidad nos hace llorar. Lo mismo pasa con el mariachi. Nadie lo escucha por vocación melódica, tampoco es cierto que solo nos entreguemos a esa tempestad sonora animados por el despecho. El mariachi representa un complejo acto de amor propio. Es tan irrenunciable, íntimo y hartante como la cara que ves en el espejo. Las intrincadas pasiones que suscita derivan de esta condición identitaria. Lo difícil es explicárselo a Carlitos Espronceda.

Cuando los mariachis se lanzan sobre los coches en el Eje Central de la ciudad de México parecen decir: "O me contrata o me atropella". Nada más nuestro que las oposiciones.

Esto nos lleva al tema del patriotismo. Carlitos pertenece al admirable rango de los mexicanos que conocen la historia del postre de capirotada y distinguen el aguacate que no es de Acámbaro. En su caso, el sentido de pertenencia se cumple con la espontaneidad de lo diario. No necesita que un almacén le ofrezca "ofertas mexicanas de septiembre" ni que la televisión lo motive a corear goles de comercial nacionalismo. Al modo de López Velarde, vive una paciente patria íntima, hecha de sabores, nombres, coloraciones de la luz que le permiten sentir el renovado misterio de lo habitual.

Incapaz de emular esta naturalidad, vivo, como la mayoría de la gente que conozco, entre el repudio y la celebración de lo que me es inmediato. Pertenecer implica despojarte de los tranquilizadores beneficios de la indiferencia. Eres del sitio donde te puede pasar lo mejor y lo peor.

Cuando me encontré a Carlitos, yo venía atribulado porque antes me había topado con un amigo al que le decimos el Tamal Tóxico (su conversación es sabrosa pero sus ingredientes están podridos). Con enorme gusto, el Tamal me acababa de informar que según el Fondo Monetario, o algún otro organismo de valoración económica, México ocupa el lugar número 115 en confiabilidad. "¿Sabes cuántos países hay en la lista?", preguntó goloso. Conociéndolo, dije que 115. Le di el gusto adicional de equivocarme: "117", fue su triunfal respuesta.

El Tamal adora México al grado de no tener pasaporte. Su identidad depende de disfrutar las pésimas noticias que encuentra en todas partes. Platicar con él me llevó a revisar nuestro peculiar nacionalismo. Conozco a cientos de mexicanos que viajan con su bandera pero dicen que actuaron "a la mexicana" para referirse a algo muy negativo.

La contradicción entre el orgullo fiestero y la crítica de nuestras lacras encuentra perfecta expresión en una música que nos exalta y nos aturde en idénticas dosis. ¿Hay mejor forma de mezclar inconciliables intereses? Cuando alguien quiere con rencor o disfruta con tristeza generalmente habla de sí mismo. Me tardé en explicarle a Carlitos la convulsa identidad de lo que se ama y se odia, y a veces se escucha.

Erudito al fin, recordó mi canción favorita en el género del mariachi: Se me olvidó otra vez. Hay gente que recuerda sola y gente que necesita el empujón de la música.

Si este artículo fuera un medicamento debería llevar la etiqueta: "Identidad nacional: agítese antes de usarse".