19 de agosto de 2009

Contra acampar

Por: Camilo Durán Casas
| Foto: Camilo Durán Casas

Nunca he podido entender en qué consiste el placer de acampar. Hace un tiempo me dejé convencer por unos amigos que insistían en que el contacto con la naturaleza disminuye los riesgos cardíacos, que la ciencia del camping ha tenido unos avances prodigiosos, y que dormir entre una carpa aligera el alma y le da profundidad y sentido a nuestra vida. Pura carreta.

Después de aceptar el reto, fui a una reunión en la que debíamos planear el viaje hasta el lugar escogido para nuestra aventura; un paraje perdido en los Llanos Orientales… Los campistas hicieron una revisión de mi camioneta. Que si tenía "güinche", que si tenía doble tracción, que cuántas exploradoras, porque nada que disfruten más estos amigos de la intemperie que vararse o enterrarse. Es en esos momentos cuando pueden hacer uso de los gallos que les ponen a los carros. ...Por supuesto, mi camioneta carecía de los más elementales accesorios para desplazarme más allá de Suesca, razón por la cual fue descartada y me asignaron como pasajero en uno de los camperos. Traté de mamarme del paseo aduciendo que prefería manejar, pero uno de ellos me ofreció, como soborno, que yo iría de copiloto con el mapa, y que me dejaría conducir su jeep en algunos momentos. Hágame el favor…

Una de las cosas más desagradables de acampar es tener que escoger el lugar para hacerlo. Yo estoy acostumbrado a que cuando viajo, sé para dónde voy, y dónde y con quién voy a dormir. Pero cuando uno acampa, tiene que ubicar y seleccionar el paraje adecuado. Eso es como llegar mamado a Mocoa a buscar un lote. Que tenga río o acequia a una distancia razonable, que no esté muy encerrado, pero tampoco muy abierto, que sea plano y sin ondulaciones de terreno, y otro montón de cosas que forman parte del abecé del camping. Una vez escogido el lugar, toca prepararlo y ambientarlo, lo cual exige montar la carpa, escoger el lugar donde se ubicará la cocina, disponer el sitio en el que se instalarán los baños, y colgar las hamacas.

Acampar es un acto social y comunitario. Todo lo que se hace o deja de hacerse, lo que se quiere o no se quiere, así como los deseos y necesidades, son parte de la tribu. Si se tienen ganas de un trago, deseo perfectamente legítimo en esas circunstancias, debe informarse a todos los miembros del campamento, cuidándose de utilizar conjugaciones personales. No se dice "Yo me quiero tomar un whisky". Se dice "¿Por qué no nos tomamos un trago?". Puede suceder que los campistas no estén en plan de trago sino de astronomía y le toca a uno hacerse el que distingue perfectamente el cinturón de Orión de la constelación de Aries, mientras trata de enfocar con un solo ojo por un telescopio por el que no se ve nada.

Si uno quiere meterse en la carpa, es necesario generar un consenso político al respecto, sobre la llegada de la hora adecuada para descansar. Si uno ronca, todos los expedicionarios se enteran… Y si uno se queda con hambre después de comer, se jodió porque en los campings no hay nevera para asaltar por la noche, de manera que acaba uno atorado con un bocadillo veleño que alguien dejó olvidado. Además, los campistas nunca son gourmets. Les atrae más tener una estufa portátil que funciona con energía solar, que lo que puedan cocinar en ella. La dificultad es un aguijón permanente. Si es necesario abrir una Coca-Cola, ellos prefieren abrirla con otra botella que con un destapador común (abrir una gaseosa en botella utilizando otra botella como destapador es una de las tareas más difíciles que puede enfrentar un ser humano incluidos Cocodrilo Dundee y Enrique Molano). Prefieren usar la cuchara de la navaja que las de plástico. Porque campista que no tenga navaja de catorce servicios —como mínimo— metida en el cinturón del pantalón no es respetado por sus pares. Prefieren la comida tibia, mala y escasa. Y les encantan unas mezclas muy extrañas, como salchichas con queso paipa y jugo de tamarindo tibio.

Dormir en el camping es una tortura. Se supone que a la carpa no le entra nada: ni agua, ni frío, ni bichos… A mí me entró el pánico de que una culebra se fuera a subir por la carpa, meterse por la ventana de malla y picarme en un testículo. Por supuesto no pude conciliar el sueño. Cada ruido que uno oye, cree que es un animal salvaje, y si no oye nada, piensa que debe haber un alacrán silencioso intentando meterse por un hueco. Cuando finalmente llega el final de la noche, son tantas las ganas que uno tiene de levantarse que se pone de pie a las 5:13 a.m. A esa hora no hay luz para leer, y hacer café exige calentar el agua, calentar el agua requiere encender la estufa, y la estufa necesita sol canicular. Entonces acaba uno mezclando Nescafé con agua con gas al clima.

No puedo siquiera imaginar cómo puede alguien pasarse una semana acampando. Yo al primer día inventé una apendicitis y me devolví en flota para Bogotá.

PD. ¿Algo más enervante que las personas que suben el mercado en carrito al apartamento, y dejan el carrito en el ascensor?