23 de abril de 2013

Humor Izquierda

Más vale tinto que Coca-Cola

Antes del nadaísmo milité en la tribu de los coca-colos, penúltimos dandis del siglo XX. Bluyín, medias de rombos, mocasines de plantisuela, camisa de popelina, melena engominada, y en el alma un bolero de Lucho Gatica, un cantante chileno experto en ayes de leproso, de moda entonces.

Por: Eduardo Escobar

En Medellín, los coca-colos se juntaban en el bar Miami donde vendían las mejores papas fritas del mundo, que ellos acompañaban con el coctel de moda: el Cubalibre, mezcla de ron con Coca-Cola, dos gotas de limón Tahití y tres cubos de hielo girando en el vaso como tres ojos de vidrio.

Fidel Castro derrota a Batista con ayuda de un argentino pintoresco santificado más tarde por la demencia incendiaria. Pero a los coca-colos la historia no nos importaba. Si acaso aspirábamos a una discreta en los brazos de una alumna de un colegio de monjas francesas, bajo cuyo uniforme era casi imposible imaginar una virgen. Yo le escribía a la mía sonetos de honor, en el aire de Gatica, donde rimé campana con Ana, Teresa con fresa y Consuelo con orzuelo.

Cuando apareció el nadaísmo, trasladé mis huesos al café La Bastilla donde se citaba gonzaloarango con Amílcar U. para planear una revuelta. Y donde se reunían también los marxistas de la aldea. Dicen que las revoluciones modernas, comenzando por la francesa, tuvieron origen en los cafés, a causa de la excitación que produce la cafeína. En todo caso, el vicio del café apareció en mi vida al mismo tiempo que el gusto por el verso libre. Todos en La Bastilla consumíamos café en cantidades industriales, como lo prefería Bach, negro como el diablo y caliente como el infierno. Y pasado de tóxico, como consta en los manifiestos que escribimos los nadaístas en las mesas de La Bastilla, y en los anales de la psiquiatría municipal que se ocupó de la paranoia que aquejaba a nuestros amigos izquierdosos, convencidos de que la oligarquía antioqueña de Echavarrías, Uribes y Jaramillos les envenenaba los tintos sobornando a las meseras de anchas popas pero carentes de conciencia de clase.

Los nadaístas pensábamos que los complejos mal tramitados incidían peor que los abusos económicos en las afugias del mundo, que el temor de nuestros vecinos de mesa al envenenamiento arsenical cubría el deseo de ser poseídos, literal y metafóricamente, por algún rubio imperial, interpretamos sus llamados a la violencia revolucionaria como una desorientación del homoerotismo, y les recomendamos en consecuencia añadir a Marx un tris de Stekel. Nos daba mucha lástima verlos vomitando tiernamente abrazados en los orinales para salvarse del envenenamiento imaginario, empapando sus banderas con sus emisiones biliares y llamándose por diminutivos. Ay, Albertico.

Nadie más godo que un marxista criollo. Todos acabaron enmontados en una guerrilla de curas. O después de agotar la herencia de sus novias en afiches se casaron con otras ante párroco. O se aconductaron detrás del mostrador de una ferretería. Y los nadaístas también nos fuimos de La Bastilla cuando los hijos de los viejos contrabandistas paisas de chucherías norteamericanas empezaron a frecuentar el lugar, transfigurados en exportadores de cocaína. A Nueva York unos. Y otros a Bogotá, adonde gonzaloarango había trasteado su máquina gris de escribir atrocidades líricas contra el sistema, mientras sobrevivía a punto de café negro y huevos duros. Por desgracia, el Profeta encontró en una isla una rubia anglicana que le cambió el alma satánica por un poncho a cuadros y el vicio del café por el té de los ingleses. Lo cual lo devolvió al puritanismo de la infancia. Y adiós nadaísmo.

Yo, pensando que el matrimonio cura la soledad, también me casé, con una muchacha de la zona cafetera que me dejó seguir siendo fiel a los rituales de esa infusión amarga. Y el Cubalibre se convirtió para mí en un recuerdo trivial de la juventud. Y no me tomo hace 50 años una Coca-Cola, ese jarabe emblemático del imperio yanqui que la perversión de los publicistas pretende afamar como la chispa de la vida y la felicidad embotellada y la salvación de la familia monogámica.

Coda. El Che Guevara dudó de la Revolución cubana cuando los químicos habaneros se mostraron incapaces de crear un refresco mejor que la Coca-Cola. Siempre ambiguo, conjugaba el odio por el imperialismo, el amor de los yanquis del club rifle por las ametralladoras, y el gusto por esa aguachirle que al fin se impuso al imperio de los bolcheviques. Pero a mí no consiguió seducirme.


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