17 de junio de 2011

Guía

Una Suiza en la Bella Suiza

“Si ustedes quisieran buscarle un parecido, creo que lo más cercano de este barrio al mundo europeo está en ese toque español de ciertas casas o en ese quiebre inglés de otras. Pero ¿suizo, para nada”

Por: Mauricio Silva Guzmán
Joaquin Sarmiento

¿Qué le puedo decir? La verdad, esto es muy poco parecido a lo que es un barrio en Suiza”.

Y tampoco era tan difícil de concluir.

Incluso, no hacía falta que Sandra Heer —una suiza de 41 años del lado alemán, más suiza que un queso emmental hecho en el valle del Emme— nos recordara que La Bella Suiza de Bogotá poco o nada tiene que ver con distrito alguno de Berna, Lausana, Friburgo, Zúrich, Basilea, Lucerna, Ginebra o Lugano. Ni cerca.

“Si ustedes quisieran buscarle un parecido, creo que lo más cercano de este barrio al mundo europeo está en ese toque español de ciertas casas o en ese quiebre inglés de otras. Pero ¿suizo, para nada”, enfatiza.

Lo cierto —si es que los bogotanos quisiéramos encontrar alguna similitud entre estos dos mundos— es que desde los años setenta y hasta finales del siglo XX, el barrio pudo tener algo de europeo en su arquitectura ‘neoespañola’, la misma que el humorista Eduardo Arias señala como ‘guataviteña’, más allá de un par de intentos de viviendas semiholandesas. Y ya está.

Otra cosa muy diferente es que mucha gente pensara que eso era un sello suizo.

Pero la verdad es que de aquel estilo queda muy poco. De hecho, las únicas casas identificables con teja española y balcones de madera de donde cuelgan ‘novios’ hoy están por el lado de Ginebra, que es el barrio hermano, entre las calles 129 y 132 y las carreras séptima y novena.

Y lo que es peor es que, de esa Bella Suiza de reciente pasado, casi no hay nada por cuenta de que en la última década han elevado 111 edificios de claro sello posmoderno: todos igualitos, enchapados en ladrillo, con uno o dos balcones diminutos de tubos pintados de plateado, con nombres arribistas y —en esto sí que son bien suizos—, escandalosamente caros (de cuatro a cinco millones de pesos el metro cuadrado).

“Vivo muy sorprendida con los precios de Bogotá. Tampoco están tan lejos de los precios en mi país”, arremete Sandra.


De Ginebra a Zúrich
Con todo, lo más cercano a Suiza que hoy ofrece el barrio del nororiente bogotano —enmarcado entre las calles 127 y 128 (contando las calles 127A, B y C), y las carreras séptima y novena (contando las carreras 7A, B y C)— es la serie de pomposos nombres de sus edificios.

Como era de esperarse, el asunto arranca con La Bella Suiza I, II y III. Luego están: Parque de la Bella Suiza I y II, Bella Suiza Park I y II y Bella Suiza Real I y II.

Después, inquietan los nombres con esos prefijos populares, infaltables en el sector de la construcción nacional: Rincón de La Bella Suiza, Balcones de La Bella Suiza y Nogales de La Bella Suiza.

Un poco más altivos —casi como los cantones helvéticos— están los edificios Zúrich, Neuchatel, Basilea, Ginebra, Ginebra Real, Lausanna (así con doble ‘n’, para hacer del lugar un sitio más que ‘internacional’) y Bernes (que suponemos fue un giro dramático que el constructor le dio al viejo nombre de Berna). “¿Qué habrá querido decir el que lo bautizó?”, pregunta Sandra.

Y también están los menos urbanos, o mejor, los más bucólicos: Lagos de Suiza y Los Montes Nevados; e incluso, el poderoso título de altura con el que se sacramentó la única clínica de la zona: Unidad Quirúrgica Los Alpes.

Pero si hay algo que se aleje de la realidad Suiza —y por favor, mucha atención— eso es la iglesia Cristo Maestro, centro moral y físico del tranquilo barrio bogotano. Todo un viaje arquitectónico.

De hecho, al verla, la funcionaria de la embajada Suiza quedó tan extrañada como cuando tuvo que lidiar con la impuntualidad del pueblo colombiano: “¿Y esto qué es?”, señaló.

Pues bien, querida Sandra, se trata de un increíble templo que el más ambicioso de los arquitectos surrealistas jamás pudo diseñar en sus sueños.

Con ecléctica habilidad, un artista de quien no se sabe su nombre, bajo la mirada generosa del padre eudista Hipólito Arias, inauguró el 30 de noviembre de 1965 esta curiosa construcción que combina piedra en su base; paredes amarillas con ventanas diminutas; puertas de madera (con modernos cristos tallados) pintadas en naranja; techos moriscos que luchan con las tejas españolas; balcones de madera y —he aquí su rasgo más sobresaliente— una cúpula esférica y gigante de cobre, coronada por una punta aguja y una cruz, que podría oscilar entre la escuela neogótica y la ortodoxia rusa.

¡Y atención! La iglesia no es fea. Pero hay más.

Lo más increíble es lo que hay adentro. Primero que todo, tiene 13 apóstoles. Segundo, una imagen de la Virgen del Apocalipsis (sí, hay Virgen del Apocalipsis) y otra del Divino Niño importada desde Madrid. Tercero, más de mil cenizarios en los que la gente puede dejar las cenizas de sus seres queridos. Y cuarto, la bandera de Colombia colgada junto a la del Vaticano.


Tierra de canes
Pero, por supuesto, no todo es tan chalado como parece en La Bella Suiza. De hecho, la historia de su nombre tiene noble ancestro gastronómico, cultural y deportivo.

El barrio se llama así gracias a que, a finales de los años cincuenta, un suizo fundó el restaurante La Bella Suiza donde hoy queda el concesionario Peugeot, en la carrera séptima con calle 128.

Es importante aclarar que, en aquellos tiempos, ese era el único local en el norte de Bogotá donde, además de ser un agradable boliche (para jugar bolos), atendían cocina internacional y sifón negro. Por todo eso fue que el nombre caló. Puro placer suizo.

Pero volvamos al presente. Lejos de ser caótico, el barrio resulta ser uno de los más agradables suburbios de la ciudad, el cual vive celosamente guardado y protegido por la Asociación de Residentes de La Bella Suiza y Ginebra.

Habla Sandra: “De Bogotá lo que más me ha gustado es esta primavera constante que aquí, en este barrio, se nota aún más gracias a sus parques y a la cantidad de árboles y flores que hay”.

Y si hay algo por lo cual La Bella Suiza es reconocida por todos los vecinos es que “se respira buen aire —como dice María Alexandra Cabrera— gracias a los tres parques que la rodean, que siempre vale la pena caminarlos”.

En ese sentido, este es el barrio que todo bogotano quiere: repleto de árboles simbólicos de esta zona del país del tipo cerezos, eucaliptos, cauchos, duraznos, siete cueros, brevos, cipreses, entre otros; una generosa cantidad de colores —por cuenta de las matas que las vecinas siembran con tanto esmero—; un pasto sabanero de poderoso verde loro; muchos pájaros, muchos niños, muchos viejos y, sobre todo, perros al por mayor.

En este último sentido, habría que decir que en La Bella Suiza debe haber un perro por cada dos habitantes. De hecho, hogar en La Bella Suiza que no tenga perro, es un hogar señalado con cierto desdén.

Vladimir Dacol, vecino del barrio y amo de diez perros que pasea diariamente en el parque frente a su casa, señala: “Creo que es el único barrio en la ciudad donde los vecinos pagamos un par de dispensadores en los que la gente puede acceder a bolsas y así recoger los desechos de los perros”.

Y en esto Sandra sí que está de acuerdo. A la querida funcionaria helvética no hay nada en La Bella Suiza que le recuerde a su país, excepto la férrea cultura de recoger con cierto orgullo el popó de los perros.

Pero no más comparaciones, son odiosas. Una cosa es una cosa y otra Suiza es otra Suiza.

Y La Bella Suiza, la de los 3683 habitantes (según el último censo), la de los tres parques, la del Pomona con frutas a precios suizos, la que tuvo en los setenta y ochenta el restaurante La Españolita, es simplemente una mancha verde orgullosamente bogotana. Un clásico de la cachaqueidad de finales del siglo pasado.

Así por lo menos lo creemos muchos y así también lo cree Sandra Heer, quien remata: “Viviría feliz en este barrio porque esto sí es muy de aquí”.

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