28 de agosto de 2013

Entretenimiento

Contra Silvestre Dangond

Desde posar para su nuevo disco vestido de camuflado y con armas, hasta tocarle los testículos a un niño: es un simple provocador. El periodista Alberto Salcedo Ramos, experto en vallenato, dice por qué Silvestre Dangond no pasa de ser un insulto.

Por: Alberto Salcedo Ramos. Ilustración: Jorge Restrepo
| Foto: Jorge Restrepo

Forzado por el compromiso de escribir esta diatriba, reviso en YouTube los videos del cantante Silvestre Dangond. Llevo una hora padeciendo sus brincos grotescos, sus alaridos ramplones, su tremenda agresividad. Yo ya sabía que es un patán de siete suelas, lo que me pregunto ahora es si tiene algún límite. A juzgar por lo que he visto en este ratico, la respuesta es no: primero le pellizcó los testículos a un niño que se subió a la tarima para imitarlo, después gritó a los cuatro vientos que él gana mucha plata, luego intercambió agravios con su colega Peter Manjarrés, más adelante dijo que algunos malquerientes lo acusan de “ser marica”.

En este punto fue particularmente rudo: agitando la mano con fuerza advirtió que él es “un varón, varón, varón, varón, varón”, y a continuación invitó a sus enemigos a “que se pongan” para demostrarles su hombría. No explicó cómo quiere que se pongan, pero se entiende que es en cuatro.


Dangond se da bombo, gruñe, provoca, insulta. Su boca no recibe órdenes del cerebro sino del aparato digestivo: más que hablar, excreta; vomita en tiempo real, sin ninguna revisión previa, todo lo que se le va ocurriendo según las emociones del momento. No es gratuito que en el diccionario de la RAE la segunda acepción de la palabra “silvestre” sea “inculto, agreste y rústico”. Por lo menos hay que reconocerle al tipo que tiene el nombre bien puesto.

Me atrevería a decir, sin embargo, que Dangond es mucho más que “inculto, agreste y rústico”. Para demostrarlo estoy buscando los argumentos en estos videos de YouTube. Con lo que he visto hasta ahora ya podría considerarlo un personaje dañino. Les envía a sus seguidores un mensaje peligroso: para triunfar hay que ser atrabiliario y andar por ahí con una actitud irresponsable. Si tus conciertos se llenan, si tus discos se venden, si tu casa disquera te consiente, si los periodistas de farándula te lisonjean, ¿a quién coño le interesa cómo te comportes? Así que reparte ultrajes a diestra y siniestra, chico, escandaliza, putea a quien te dé la gana, agárrate los huevos en público o agárraselos a cualquier niño que se te acerque, sé irrespetuoso, actúa como un bárbaro. Nada malo te va a suceder. Mientras más vulgar seas, más te aplaudirán; mientras más imprudencias cometas, más te destacarán en los medios.

¿Cómo fue que este ser de modales tan repulsivos se convirtió en un fenómeno de masas? Sencillo: pareciéndose al país que lo endiosa. No nos engañemos: la Colombia de los irascibles tiene a Silvestre como su patrón en la música, del mismo modo que tiene al doctor Álvaro Uribe Vélez, otro capo de las emociones primarias, como su patrón en la política. Ambos son dignos exponentes de la mentalidad pendenciera arraigada entre nosotros. Aún me pregunto por qué los votantes del canal The History Chanel no escogieron a Dangond como el segundo gran colombiano.

Pero volvamos a los videos. He visto varias veces el episodio del niño. No solo es repudiable que Dangond le agarre los testículos: también lo es que se saque del bolsillo un fajo de billetes y, como si fuera un vulgar narco, se los obsequie al muchachito.


Cada nuevo capítulo de Dangond siendo Dangond excita los ánimos: hay insultos de quienes lo celebran, hay insultos de quienes lo critican. Al pie de esta diatriba que estoy escribiendo, en el foro de los lectores, van a ver cómo se arma una trifulca entre quienes lo aman y quienes lo desprecian. Esa es otra de las razones por las cuales considero que su actitud es peligrosa: en un país colmado de gente incendiaria, él se exhibe en público con un galón de gasolina en la mano izquierda y una caja de fósforos en la derecha. Inflama, azuza, despierta pasiones básicas, induce a la bronca. Y todo eso lo hace en sus conciertos, ante multitudes enardecidas por el licor.

A ratos Silvestre Dangond no parece un cantante sino un matón de cine. Chuck Norris, pongamos por caso. En tales momentos no luce tan interesado en cantar como en ajusticiar a alguien: un colega, un enemigo anónimo, e incluso algún seguidor de los que pagaron para verlo. Es lo que pienso al ver la siguiente escena grabada durante una de sus presentaciones. Juancho de la Espriella toca el acordeón, Silvestre empieza a pegar sus saltos de chimpancé. La cámara, que se encuentra diagonal a la tarima, lo enfoca de abajo hacia arriba, un encuadre apropiado para su ego agrandado. Lleva una camisa de mangas sisas que parece sacada del guardarropas de Rambo.

De pronto aparece en primer plano la mano levantada de un hombre presumiblemente borracho: el tipo blande el dedo del corazón una y otra vez. Silvestre podría —debería— ignorarlo. Al fin y al cabo, está haciendo el trabajo por el cual le paga su público. Si los cantantes tuvieran que andar por ahí escarmentando a cada espectador impertinente que les sale al paso, los conciertos no serían un escenario de gozo sino un campo de guerra. Pero esperar que Silvestre el agreste opte por la mesura es como pretender que los cerdos dejen de revolcarse en el lodo.

Así que Dangond interrumpe la canción y se dedica a increpar al borracho:

—Le prometí a mi mujé y a mis hijos no ponerme a peleá con nadie en tarima, pero yo te voy a decí una cosa a ti: ese deo te lo vas a tené que meté tú mismo ya sabes por dónde. Y te lo chupas de paso, pendejo.

Tras un instante de silencio escupe una amenaza extraña.

—Si sigues jodiendo, te mando los cascos rusos que tengo aquí, pendejo.


¿Cascos rusos? Caramba, caramba. Si Silvestre los usa para intimidar es porque son intimidantes. Me pregunto si serán unos señores brutales como los paramilitares que tanto daño han causado en su región, esos asesinos que cortan cabezas con motosierras y a los que, por casualidad, les gusta utilizar prendas bélicas como las que le fascinan a Dangond. Qué miedo. Me aterra, además, descubrir súbitamente otra coincidencia: el actor que encarnó a Rambo en el cine se llama Sylvester.

Siempre me ha intrigado que Dangond se vea a sí mismo como un guerrero ajusticiador. En la portada del CD que presentó recientemente aparece retratado como un Rambo del trópico: gafas militares, ropa camuflada, fusil de asalto, canana atravesada en el pecho, rostro de gánster. El título del álbum nos permite atar ciertos cabos: La novena batalla. Con razón tanto alboroto, tanta rabia. Por fin venimos a confirmar que cada trabajo musical suyo es una guerra. Ya lo dije: a ratos, en la tarima, Dangond tiene más vínculos con Chuck Norris que con Alejo Durán: no canta, dispara. Dispara insultos, gritos, frases de mal gusto, versos estúpidos, gestos corporales excesivos como los de un atleta pasado de doping.

Durante el lanzamiento de ese álbum reciente, por cierto, Dangond volvió a dejar en claro que su patanería no conoce límites. De repente, mientras cantaba, dijo que cuando a él lo ven sus competidores en las esquinas “se les pone así” (y en este punto hizo con los dedos índice y pulgar la seña de un pipí encogido por el susto). A continuación dio un paso al frente y amenazó con abrirse la bragueta, un gesto comparable con el del francotirador que en el momento de urgencia acerca la mano al gatillo. Lo dicho: para la psiquis enferma de Silvestre hasta el pene es un arma de destrucción masiva.

Hubo otro momento del video que resalté en mis apuntes de trabajo: fue cuando empezó a cantar Lo ajeno se respeta:

El que enamore a mi mujé

Yo le enamoro la de él.



Como si la canción no fuera ya lo suficientemente abominable, Silvestre Dangond le añadió en la presentación un verso y un gesto nuevos que contribuyeron a hacerla más vil. El gesto fue levantar el dedo del corazón como el borracho del otro video. Y el verso —horror de horrores— fue el siguiente:

El que enamore a mi mujé

Le puyo el jopo (ano) a la de él.


Las canciones de Dangond, aunque no hayan sido escritas por él, reflejan fielmente su estilo violento y chabacano. Por eso las escoge, por eso las canta. A una mujer le advierte: “Me vuelve loco tu hermosura / pero pendejo no soy”. A otra le dice que prefiere nombrarla como “la difunta” porque para él ya está muerta.

Después de gruñirles a sus enemigos, insultar a los borrachos del público, agarrarle los testículos a un niño, amenazar con chuzarle el ano a una mujer, pisotear el legado de los juglares vallenatos e imponer el matoneo donde antes reinaba la poesía, Dangond cierra el círculo asesinando alegóricamente a las musas de sus cantos. Su asesor de imagen debería sugerirle que en este punto, ya como un macho victorioso, eructe, se tire un pedo y haga un disparo al aire.

Supongo que cuando Dangond conozca mi diatriba me mandará sus cascos rusos. Adelante, Sylvester: gana tu décima batalla eliminándome. Yo no quisiera morirme todavía, lo admito, pero me gusta más la idea de ser tu difunto que la de soportar tu ordinariez.

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