27 de febrero de 2014

Columna

Cuento misógino

Yo esperaba en el carro. Mientras descendía las escaleras, ella me miró, sonrió y volvió la mirada al piso; la cita a ciegas comenzaba bien.

Por: Javier Uribe (@ElNegroUribe)
| Foto: Luis Carlos Cifuentes

Fuimos a un restaurante de luz tenue y muebles de madera, de los que me recuerdan la sede del club en el que crecí, del único del que he sido socio: el club de cumpleaños de La Pizza Nostra. La conversación transcurrió con normalidad. Agregaría que fue amena.

—¿Crees en Dios?

Respondí que sí, que era una lástima que se hubiera retirado del canal RCN, y cité una frase del todopoderoso, de Carlos Antonio Vélez: “A muchos no les interesa la verdad, sino lo que quieren escuchar”. Él era la verdad. Como Dios. Y se ha ido. Ya solo podremos encomendarnos a José Gaviria. Me persigné.

La botella de vino que cuesta cinco dólares en el exterior y 50 en un restaurante bogotano llegó a la mesa. Brindamos. Abordamos la polémica que inició Cameron Diaz en su libro The body book, o sea, El libro del cuerpo —para los que no hablan inglés—. Diaz se opuso a que las mujeres se depilaran totalmente el pubis y defendió la pilosidad usando los siguientes términos: “Adorable cortina de vello púbico que rodea esa gloriosa y delicada flor”. O sea, una “lovely curtain that surrounds that glorious and delicate flower” —para los que no hablan español—. Le pregunté a la mujer su posición al respecto. No fue tajante; diría que fue casi indiferente:

—A veces lo hago, otras veces no. Es como Carlos Antonio Vélez, que cuando está, incomoda, pero ahora que se va, va a hacer falta.

Me gustó su respuesta. Esta vez fui yo el que sonrió y esquivó la mirada. Preguntó mi opinión. Le dije que era cosa de cada quien. Que las mujeres no tenían por qué ocultar su sexo bajo la vellosidad como una burka afgana. Si decidieron descubrirlo, en hora buena, cada quien verá. Sin embargo —confesé— me opongo a los extremos. Por ejemplo, en medio de la controversia Florence Thomas saltó al ring y reconoció que ella nunca se había cortado ni un pétalo de la tal flower, con lo cual, al instante, a uno le viene a la mente la canción Madreselva en voz de Libertad Lamarque. Pero me opongo también al otro extremo: el láser. El matrimonio es largo y la rutina su enemigo. Lo dicen Flavia Dos Santos y Esther Balack, expertas en decir eso que uno ya piensa: si no hay creatividad, la pasión se acaba. El láser deja la foto igual para siempre. Mientras haya pelusa, puede haber innovación. Propongo —dije— que las mujeres hagan de su pubis una plataforma de expresión. Un muro de grafitis. Un Twitter. Sugiero —dije apasionado— que las mujeres hagan como Google, que cambia o adorna sus letras dependiendo de los acontecimientos del año. Sueño con un pubis convertido en un arbolito de navidad en las fiestas decembrinas. O, si Millos gana el torneo, un gesto solidario de pareja sería esculpir el escudo del equipo con sus 15 estrellas. Sueño con la mujer que fije tendencia política con el ícono del Che Guevara. Sueño con la que juegue con el humor y aventure los bigotes de Dalí. O los de Frida Kahlo. Eso sí, que por principio ético se evite el bigotillo de Hitler. Una Marimonda que recuerde el Carnaval de Barranquilla. El Puente de Boyacá, el día de la independencia. Yo qué sé; pero si las mujeres juegan con el color de sus uñas, con tatuajes, ¿por qué no darle al pubis espacio para las artes plásticas?

Del restaurante fuimos a un lugar de salsa vieja. Bailamos una canción de esas que, al oírlas, duran cinco minutos, y al bailarlas, 35. Al terminar, yo ya tenía la camisa pegada, gotas de sudor debajo de la nariz y había descubierto algo que rompió el encanto: una tirante faja moldeadora. El maquillaje, la tintura, los tacones son engaños culturalmente aceptados. Pero simular una figura corporal con una faja cruza los linderos de la publicidad engañosa, y debería ser castigado por alguna superintendencia. Me sentí burlado. Como Fernán Martínez, quien tardó once años y miles de dólares en sus cuentas bancarias para darse cuenta de que la persona con la que trabajaba diariamente era “desagradecido” y “despreciable”. Para hablar con Juanes, dijo, había que tener un brujo, un abogado, un toxicólogo, un juez y un policía. Que “artísticamente, la familia, todo es una farsa”. Vivió en el engaño. Pobre hombre, víctima inocente. Él, Fernán, que es pura ingenuidad, un querubín terrenal, un beato inmaculado.

La mujer me invitó a su casa. Sin librarme del sentimiento de fraude, asistí. En su casa se excusó para ir al baño. Al salir, llevaba el mismo vestido, pero ya la faja había desaparecido. Hizo como si nada. Empezó la juerga. Al comienzo fuimos tímidos, solo miradas y roces: como el video de Shakira y Rihanna que a punta de miradas y roces llegó a 66 millones de visitas. Luego pasó con aquella mujer lo que no pasó en el video de las cantantes, pero que 66 millones de personas imaginaron que pasaría. Estuvo muy bien. Como pocas veces. Quise decírselo. Manifestarle que todo había sido espléndido. Pero, rencoroso, tenía atravesado el sentimiento de engaño. Así que me vestí y antes de salir le dije: “Te fajaste; la verdad, te fajaste”. Cerré la puerta y me fui. No nos vimos más.

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