14 de febrero de 2017

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El crítico de The Guardian reseña EL Paseo 4

La última película de Dago García batió todos los récords y se convirtió en la cinta más vista en la historia del cine nacional. ¿Cuál es su encanto? ¿Por qué a la gente le gusta tanto? SoHo le pidió al crítico del diario más prestigioso de Inglaterra que la viera, sin prejuicios, y este es su veredicto.

Por: Ben Child

Los ingleses no sabemos mucho sobre Colombia. Su nación, culturalmente rica y étnicamente diversa, no está en la lista de los destinos turísticos obvios para los británicos, y si nos pidieran que nombráramos a un colombiano famoso, probablemente diríamos —lo siento mucho— Pablo Escobar. Pero en la era de Donald Trump hay un creciente interés por las naciones al sur de la frontera de Estados Unidos, que tal vez pronto estarán separadas para siempre del país más rico del mundo por una barrera de concreto y acero de 15 metros de altura. Una vergonzosa línea divisoria entre ricos y pobres, gringos y latinos.

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Es en contra de este contexto de división, envidia y nacionalismo que tiene lugar El paseo 4. Debo confesar que no he visto ninguna de las películas anteriores, pero la cuarta entrega me tuvo entretenido 90 minutos, precisamente porque no estamos acostumbrados, en Reino Unido, a las películas que cuentan la historia de los inmigrantes desde el otro lado de la barrera. Hay, por supuesto, cintas como Sin nombre, de Cary Fukunaga, que con elocuencia y emoción cuenta la historia de migrantes latinoamericanos, pero esta comedia se destaca por tratar con humor un tema similar.

El paseo cuenta la historia del patriarca colombiano Alberto Rubio (Diego Vásquez), quien decide llevar a su alborotada familia a visitar a su cuñado a Miami, Florida, después de ganar un concurso por radio. Gustavo (Fernando Solórzano), el hermano emigrante de Mireya (Aída Morales), la esposa de Alberto, le ha dicho durante años a su familia que vive como un rico en el país del norte. La realidad es que vive en una casa rodante al lado de una transitada autopista. Ante la visita de su familia, Gustavo se muda a la mansión de los jefes de su esposa, quien trabaja allí como empleada doméstica, para mantener la ilusión, hasta que inevitablemente ocurre una catástrofe. Tales escenas ayudan a reforzar un tema repetitivo de apariencia versus realidad en la película de Pinzón: el sueño americano, al menos para estos inmigrantes, es una pesadilla.

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Al principio, Rubio no parece estar muy emocionado por ver cómo vive su cuñado al otro lado del charco. El obrero, alegre y realista, incluso duda si debe visitar Estados Unidos o no, y hay un chiste recurrente sobre pasar las vacaciones en el mismo lugar de siempre, un sitio llamado Sasaima. Esta es, según como lo pintan, la definición de las vacaciones de la clase media colombiana, pero cuando googleé el pueblo me pareció precioso y exótico desde el punto de vista de un inglés. Créanme, nuestros centros turísticos en Reino Unido son mucho más feos y, estoy seguro, mucho más fríos.

Cuando los Rubio Cucalón finalmente viajan a Miami descubren que sus problemas apenas comienzan. Los británicos no estamos acostumbrados a tener dificultades para entrar a Estados Unidos, gracias a la tan celebrada “relación especial” entre ambos países. Pero una escena clave —y cómica— en El paseo 4 se centra en las dificultades que la familia colombiana está por vivir durante sus vacaciones en la tierra prometida. En el aeropuerto de Miami son interrogados por un guardia fronterizo mal intencionado (con el peor acento “americano” en la historia del cine) que cruelmente los entrega a la policía de inmigración local cuando sus respuestas son insatisfactorias.

Los Rubio se salvan y finalmente llegan a las calles doradas de Miami. El clan está sorprendido por la despampanante ciudad —curioso, ya que Miami es considerado un lugar bastante tosco, ruidoso y ordinario en Inglaterra—, pero asombrados también por las reglas que tienen, como no prender una fogata ni escuchar música en la playa. Incluso una ida al centro comercial resulta catastrófica, ya que Alberto y su familia simplemente no pueden comprar nada. Después de hacer la conversión de dólares a pesos colombianos quedan boquiabiertos cuando descubren que unos jeans en Miami cuestan casi lo mismo que un carro pequeño en Bogotá. Hasta salir a comer les resulta imposible y terminan dependiendo de la misericordia de otros para poder pagar una comida en —nótese la ironía— un restaurante colombiano.

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Este no es el tipo de experiencias a las que los británicos estamos acostumbrados cuando visitamos Estados Unidos. Aunque si la libra esterlina cae muy por debajo del dólar —por nuestra decisión de haber salido de la Unión Europea—, quizá nos tengamos que acostumbrar a una angustia similar. La familia también se ve acosada por la policía todo el tiempo, quien por lo general los hace sentir como ciudadanos de tercera.

El paseo 4 no es el trabajo más sutil del cine, y hay momentos —en particular, la pobre escena del ataque de un caimán— en los que uno desea que los productores hubieran tenido un poco más de dinero para gastar. Y aún así, la película tiene un innegable encanto de bajo presupuesto y vitalidad. Entre las risas se abordan temas legítimos que afectan a personas de todas las naciones del mundo, como el tráfico sexual, el patriotismo y el impacto destructivo de la macroeconomía sobre los seres comunes y corrientes. De hecho, El paseo 4 en realidad me hizo sentir culpable por no saber casi nada sobre esta nación de 49 millones de personas y me inspiró un poco para ver otras películas colombianas en el futuro.

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Pero por encima de todo, es notable —por no decir admirable— que los cineastas del país sean capaces de burlarse de su posición relativamente pobre en el mundo, de reírse aun cuando quienes los miran desde el norte tienen siempre el ceño fruncido.

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