7 de febrero de 2008

La más virgen del planeta

En los viajes uno se acostumbra a que, tarde o temprano, frente a nosotros aparece un hotel ¿Pero en la mitad de la Antártica?

Por: juan pablo meneses
| Foto: juan pablo meneses

Estamos por aterrizar y no se ve nada por la ventanilla. O mejor dicho, todo lo que se ve es absolutamente blanco. Los que vamos arriba del avión Hércules llevamos doble cinturón de seguridad, tapones para los oídos, guantes gruesos como un boxeador y un traje contra el frío, que parece un equipo de astronauta. De alguna manera, nos estamos yendo de la tierra. Parecería que llegamos a otro planeta cuando el avión aterriza pesado sobre una pista de hielo azul, dando tumbos hasta detenerse en el corazón de la Antártica. Cerca del Polo Sur.

Una vez que se apaga el motor, desde la parte trasera de la nave se abre una compuerta y por ella se deja ver la primera imagen del continente de hielo. Una primera imagen que volvería loco a un escritor falto de inspiración: hemos llegado a la más gigantesca y descomunal hoja en blanco. Cuando das el primer paso en la Antártica todo, absolutamente todo, es blanco: las montañas, el suelo y hasta el silencio de saber que estás en una zona del planeta donde caminas por zonas que seguramente nunca ha pisado alguien más.

Sobre el cielo está el sol, que gira sobre la cabeza día y noche. No importa el tiempo que me quede aquí, siempre será el mismo día. Venir a la Antártica en esta época, entre noviembre y febrero, equivale a llegar a una zona donde hay sol las 24 horas del día. Pero pese al asombro, uno no debe descuidarse: el frío es tal, que alguien vestido con traje de oficina, con chaqueta y corbata, tardaría siete minutos en quedar congelado como un hielo del whisky. Si traes algo metálico con tus dedos, seguro no los podrás despegar más. Olvídate del reloj y del celular, en pocos minutos se les va la carga de la batería. Y ni se te ocurra traerte una fruta en el bolsillo por si falta comida en el viaje: masticar una manzana aquí es tan amable como morder una bola de acero.

Según los tratados internacionales, la Antártica es un continente de la humanidad. Un pedazo de tierra que nos pertenece a todos, aunque algunos países insistan en luchar por su soberanía. Los tratados, además de asegurar que ninguna potencia quiera adueñarse del territorio, buscan velar por la preservación del continente del Polo Sur. Controlar el turismo, vigilar que los visitantes cuiden el ecosistema, prohibir la caza de animales y tratar de que la zona no se vea afectada por el calentamiento de la tierra. Mantenerla blanca, como la bandera de la paz. Un territorio pacífico y libre del ruido de las ciudades y los avatares del mercado y los ruidos de tantos teléfonos celulares. Una zona casta y pura: la más virgen del planeta.

Pero ya sabemos que los tratados no se cumplen, que los países no son iguales y que la paz es apenas un ideal. A los pocos minutos el ojo se va acostumbrando al blanco y comienzan, lentamente, a aparecer las primeras siluetas. Y ahí, en mitad de la nada, en el centro de la zona más virgen del planeta, aparece lo que hasta hace unos minutos me habría parecido increíble: un hotel.

En los viajes uno se acostumbra a que, tarde o temprano, frente a nosotros aparecerá un hotel ¿Pero en la mitad de la Antártica? ¿En Patriot Hill, a donde solo se llega en aviones Hércules y se aterriza en pistas de hielo azul? ¿En la zona más casta de la tierra? El hotel pertenece a la empresa Antartic Logistics and Expedition y está formado por media docena de containers ultraequipados, donde vienen a dormir los expedicionarios del primer mundo que cumplen su sueño antártico. Al lado del hotel hay dos aviones blancos, grandes, y la empresa se encarga de armar las expediciones con las que más tarde podrás regresar a tu país contando maravillas. Todo un servicio al cliente para que nadie falle, controlado por capitales de los mismos países de casi todos sus clientes: estadounidenses, neocelandeses y europeos.

El turismo en la Antártica está creciendo de una manera arrolladora, aunque sin hacer ruido. Como una pistola con silenciador. Es posible que en Latinoamérica tardemos en enterar, porque solo el pasaje en avión hasta aquí cuesta más de 25 mil dólares (sin contar la estadía y los equipos). Además, si alguno de nosotros tuviera ese dinero para un pasaje de avión, seguramente más que interesarse en volar a un destino repleto de hielo se estaría embarcando ahora mismo a uno prendido en llamas, donde el hielo se derrite en el vaso mientras se siente conquistando el infierno.

Pero aquí es distinto. Hay mucho silencio y frío y todos estamos abrigados con cuatro o cinco capas térmicas. La primera noche, completamente asoleada como todas las noches de verano en la Antártica, uno de la expedición me dice que los turistas que vienen hasta aquí son científicos que consiguen buenos financiamientos para darse el gusto de su vida, o millonarios del primer mundo que ya conocen el resto del mundo y que de aquí ya solo les quedaría volar a la luna. Y seguramente, algunas empresas turísticas ya están ideando espectaculares tours lunares para la demanda de este tipo de viajes. Mientras eso sucede, las cifras de visitantes al continente de hielo crecen y crecen cada año. El número de visitantes todavía es bajo, pero es altísimo comparado a los últimos años, y promete seguir aumentando la llegada de científicos, exploradores y millonarios. Pero es un secreto. Nadie lo dice y ustedes no lo cuenten por ahí. Ya lo saben, la vieja historia de mantener las apariencias con respecto a la virginidad. ?