12 de septiembre de 2008

La meridiana edad

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

Tengo once canas, una hija, una esposa, dos novelas. Ya pasé la mitad de la edad promedio que vive un colombiano (las mujeres viven un año más, creo). Miro mi alrededor, a los amigos y amigas, los parientes, y me doy cuenta de que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Para empezar, nuestro sistema digestivo no es igual. Nos hemos vuelto dispépticos. En alguna medida somos estreñidos, sueltos, eructones o pedorros. Alguna de las anteriores características se nos ha incrementado. El Finigax y la leche deslactosada han tenido un grado de penetración importante en la franja de edad que los programadores radiales llaman adulto contemporáneo. A los amigos se les cae el pelo, algunos sacan barriga, todos se casan, se separan o se reproducen. Las rumbas por lo general ya no duran hasta el amanecer: son conversadas, pausadas, civilizadas, y no es extraño que en medio de los vinos —porque además le cogimos gusto al vino— salga un tema tipo "dónde mercar" o "por qué es mejor no gastarse las cesantías". Rumbas crossover, por supuesto, apenas para nosotros, que conocimos a Pastor López y Noel Petro, oímos en vivo la música de plancha, tuvimos el disco de Close Up, las Estrellas en 45 y el Dinasty de Kiss, aprendimos a bailar con Síganme los buenos y los 14 Cañonazos bailables. Somos los sepultureros del casete y el disco de vinilo, recibimos el CD por la misma época en la que salió el comercial de un niñito colombiano que visitaba la fábrica de Phillips y decía "qué machera". El mismo CD que ahora muere sacrificado en el altar de iPods y Mp3. Y en ese salto de formatos pasamos por el breakdance, el metal, la lambada, el meneíto, la quebradita, la macarena, el house, la bachata, la champeta, el grunge, el trance, el reggaetón, y en algún punto del camino dejó de interesarnos el ritmo actual o venidero, empezamos a recibirlo con beneficio de inventario.

Por la época en que Oliver Stone hizo The doors, vivimos unos sesenta aguados: nos dejamos patillas, usamos mochila, nos sentimos modernos y algunos probamos algunas drogas. Pero ahora, desde nuestras dispépticas y tranquilas existencias, vemos desfilar por ahí una generación de ochenteritos que nacieron luego del mundial de México 86 y que no bailaron Rock me amadeus en su momento. Nosotros fuimos la última generación del pañal de tela. Hicimos trabajos en máquina de escribir, conocimos el Betamax, comimos en Wimpy cuando era play, hicimos el trayecto desde el televisor de tubos hasta la pantalla de plasma y estamos ad portas de la televisión digital; en nuestro barrio florecieron parabólicas que se marchitaron con el advenimiento del cable; nos gestamos sin ecografías, nacimos sin curso prenatal, crecimos sin internet. Tuvimos el corte de totuma, la chúler, el hongo, el pelo largo, el trasquilado y el rapado. Nos matriculamos en modas tan espeluznantes como el zapato Zodiac y la corbata de cuero; hubo un momento en que nos pareció natural el copete Alf. Vimos el auge, reinado y caída de la estética Timoteo. Fuimos testigos de cuando Robert Smith se engordó y The Cure llegó a cantar Friday, I‘m in love. Kurt Cobain no lo pudo soportar y se quitó la vida; los demás nos hemos ido acomodando a los tiempos, nada fáciles por cierto. Aunque durante los ochenta se galvanizaron nuestros gustos, en los noventa transcurrió nuestra educación sentimental. Esa década fue un oasis de esperanza entre la caída del muro de Berlín y la caída de las Torres Gemelas. Ya estamos en la segunda mitad de 2008, ahora todos mostramos en el Facebook lo prósperos que somos, mientras nuestros retoños van aprendiendo a vivir y a sobrevivir en este mundo de paradojas. Hasta ahora hemos sobrevivido, entre otros, a un presidente que usaba corbatín y hablaba como huevón, a otro que nos mandó a pintar palomitas y se volvió poeta, otro que naufragó en el alzhéimer, otro que ciertamente gobernó a oscuras mientras su sucesor inciertamente gobernaba de espaldas; y sobrevivimos a Andresito, a quien tan acorde le queda el diminutivo. Confío en que sobrevivamos al de ahorita, que es un chacho, el Schwarzenegger de la cuadra, mezcla de político y Terminator. Ese no se deja de nadie, y no se le cae el tinto cuando cabalga su brioso corcel. Los paras le han colaborado en algo, pero toda su popularidad y su patente de corso se deben a las Farc, en estos momentos la guerrilla más impopular del planeta y de la galaxia entera; la más ilegítima del universo, valdría decir, en caso de que hubiera guerrillas en otros planetas. También sobreviviremos a ellas.

Y así vamos, compañeros, escalando el tercer piso sin problema, rumbo a la siguiente crisis, la tan mentada y mucho más famosa crisis de los cuarenta.