1 de agosto de 2013

Opinión

Los lujos que nos damos

El salón VIP del aeropuerto de Cartagena está hasta el alma de gente y no hay sillas para sentarse.

Por: Margarita Rosa De Francisco (@margaritarosadf)

Mi novio y yo, invitados por cuatro días al Festival de Cine, debemos abordar el avión de Avianca que sale a las 11:30 a.m. rumbo a Bogotá. Milagrosamente encontramos un rincón en el suelo (un verdadero lujo), para escampar la torrencial lluvia de pasajeros que no cesa de alimentar este recinto de pocos metros cuadrados; un cuartico sin ventanas que a su vez se da el lujo de llamarse “sala de espera para Very Important People”.

Nos acaban de anunciar que el vuelo está retrasado un par de horas. Cada vez hace más calor, pues el aire acondicionado no es lo suficientemente potente para refrescar el hacinamiento de tanto personaje “importante”. Resignada a mi suerte, me dedico a observar a las otras víctimas que comparten mi desesperación. De repente me llama la atención una diminuta mujer mayor abriéndose paso valiente y decididamente entre esta masa fermentada de humanidad. Haciendo equilibrio sobre unos tacones de punta amenazante, sus 1,25 metros se dejan sentir arropados en una niebla invasiva de intenso perfume. La reconozco porque aparece constantemente en las fotos de crónicas sociales junto a rostros idénticos al suyo, en los que se exhibe con crudeza la maniobra de ese cirujano plástico fantasma que ha dejado impunemente un rosario de señoras congeladas en el mismo rictus de terror.

Viste un inmaculado conjunto de chaquetilla y pantalón en lino blanco; bracitos, cuello y orejitas invadidos por pulseras, gargantillas, anillos y zarcillos de oro con incrustaciones de piedras brillantes; una gran cartera de cuero que a juego con su maleta de mano y sus enormes gafas traslúcidas gritan histéricamente la marca del diseñador europeo por todos los costados. Viene con un séquito de ayudantes que están haciendo levantar a un señor para que ella se siente, lo que provoca un barullo a su alrededor que atrae la atención de todos los aquí presentes.

Muy molesta con el retraso del horario, ha sacado su celular forrado en estalactitas chispeantes para llamar a un “cacao” de la aerolínea con el fin de que “haga algo porque tengo un almuerzo”. Durante las dos horas de encierro se sobreactúa en llamadas botando nombres con apellidos de sospechosos prohombres de nuestro país, y da crispados alaridos con una vocecita chillona que fracasa en su intento de producir temor; toda ella es un deleitoso nirvana de patetismo.

Sin embargo, le concedo el mérito de haber logrado ser la primera en abordar, pues los guardaespaldas nos hicieron apartar a todos para que su figurita almidonada liderara la fila. Una vez dentro del avión noté que nuestra reina ya estaba muy bien acomodada en la silla 1A cuando Will y yo nos aplastamos sudorosos en las 1E y 1F de un Airbus A320.

El avión sigue en tierra. El calor arrecia. Esta cosita de mujer pide una Coca-Cola a un locuaz y espigado aeromozo, quien muy solícito se apresura para traérsela. Mientras tanto, delante del espejito de su polvera contramarcada, ella organiza nerviosamente con su manecita de uñas rojas y encorvadas, unos pelos ralos teñidos de negro pizarrón, agarrados en un escaso moño. El muchacho se acerca con la oscura bebida, no calcula el mal paso que ha de precipitarlo al abismo, se tropieza, el vaso salta como una liebre de su bandeja, el lúgubre líquido y sus espumas son ahora una tormenta espesa que con toda perversidad se despeña sobre los níveos linos de la pasajera del sillón 1A.

Hay caos. La mujer está fuera de sí. Se ha puesto de pie y me detengo en el espacio infinito que separa su cabeza del techo. Aunque mirando en “contrapicado” al desdichado autor de su tragedia, ella se las arregla para amenazarlo con hacerlo despedir. El asiento 1A también sufrió daños: como su vestido blanco, está ensopado de Coca-Cola. El avión debe despegar, pero esta almita energúmena vocifera en falsete de aguda frecuencia que debemos esperar a que cambien los cojines de su silla, lo cual tomará 45 minutos. Los pasajeros empiezan a silbar, algunos han venido a asomarse asustados por el escándalo. En ese momento, Will, en un acto extremo de altruismo, le ofrece su lugar en la 1F, al fin y al cabo es una plaza con ventanilla en la primera fila del lado opuesto y él hará un heroico sacrificio en bien del itinerario ocupando el asiento mojado. Esto parece encenderla más, las estrías de su garganta parecen cuerdas de violín que a punto de reventarse emiten un terminante aullido para dejar muy claro que “¡yo me doy el lujo de viajar en la 1A! ¡Solo en la 1A, ¿oyó!”.

Los lujos que nos damos, siempre innecesarios, pueden satisfacernos sin perturbar a nadie aun cuando las motivaciones sean misteriosas. Yo, por ejemplo, todavía no entiendo por qué desde que presencié esta escena tan bochornosa, cada vez que viajo, si puedo elegir mi silla, procuro que sea la 1A.

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