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22 de febrero de 2018

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El prisionero que se fugó de Alcatraz (y vivió para contarlo)

En 1962, tres hombres lograron una espectacular fuga de la cárcel de Alcatraz, la más segura de Estados Unidos. En ese momento se pensó que habían muerto ahogados, pero en 2013 la Policía de San Francisco recibió una carta firmada por uno de ellos. Hace poco, esa misiva fue filtrada a la prensa y con ella se le pone punto final al mito.

Por: Víctor Diusabá Rojas
| Foto: Fotos: Getty Images.

Alcatraz fue construida para mantener todos los huevos rotos en una sola canasta…Yo, especialmente elegido para asegurarme de que el hedor de la canasta no se escape”. La frase fue pronunciada en Fuga de Alcatraz, la recordada película de 1979, y con ella el director de la prisión (protagonizado por Patrick McGoohan) les daba la bienvenida a los recién llegados a la isla, entre ellos, el muy recursivo y siempre bien peinado Frank Morris (Clint Eastwood).

En la vida real, esa frase bien la pudo pronunciar James Johnston, un tipo menos famoso que ellos, aunque —ese sí— de carne y hueso. Fue él el primer carcelero en ponerse al frente de Alcatraz, la isla ‘Prisión de prisiones’, en 1935. La orden que recibió de la Oficina Penitenciaria Federal fue clara: tener aislados a los más peligrosos enemigos de la ley de los Estados Unidos de América (Al Capone fue uno). Para ello impuso un código de disciplina destinado a quebrar moralmente a los reos y borrarles de entrada cualquier sueño de fuga.  

Por eso, la hipótesis (nada nueva) de que se pudo fructificar el intento de evasión en 1962, de los desaparecidos hermanos John y Clarence Anglin, y de su compañero de aventura Frank Morris, siempre ha sido eso, una película. Aparte de la que hizo el director Don Siegel hay otra: aquella que le montan al millón y pico de turistas que visitan cada año San Francisco y que, aparte de viajar en tranvía y comer cangrejo, se dan una vuelta por Alcatraz para ver los supuestos huecos en las paredes que dejaron los Anglin y Morris.

Pero las preguntas de toda la vida sobre el destino de los fugitivos están de nuevo a la orden. ¿Consiguieron escapar? ¿Pasó como se ha dicho siempre? ¿A qué se dedicaron luego? La culpa la tiene la carta que, se supone, firmó John Anglin en 2013, a los 83 años, dirigida al Departamento de Policía de San Francisco y en la que muestra su disposición de entregarse a las autoridades siempre y cuando no lo metan a la cárcel por más de un año y le traten el cáncer que padece.

El solo hecho de que el escrito se haya convertido en primera página de los medios de comunicación incomoda. ¿A quiénes? Al FBI, a la Policía local y al Servicio de Alguaciles por igual, así hayan pasado 55 años desde el hecho. Reconocer que un delincuente de baja estofa y dos vulgares ladrones de bancos, que utilizaban armas de juguete en su asaltos, se fugaron de la prisión más segura en la historia de la nación es humillante.

Pero hay algo aún más hiriente para el orgullo de la seguridad nacional: que esos tres hombres, cada vez más célebres, vivieron luego en los Estados Unidos, previo paso por Brasil, hasta hacerse abuelos. En el caso de John, dice haber vivido en Seattle, Dakota del Norte y Carolina del Sur, lugar desde donde envió el mensaje que le atribuyen. Anglin reconocería en esa misiva que Morris y su hermano fallecieron en 2008 y 2011, respectivamente.

Entonces el forcejeo sobre cuánto dejará saber la historia oficial y qué nuevas pruebas de supervivencia saldrán a flote está en pie. En todo caso, la versión de cómo se fraguó el escape seguirá siendo la misma, una aventura que implicó mucho más que excavación y buena suerte. Porque si algo sucedió en 1962 fue que tres pillos (en realidad eran cuatro porque uno de ellos, Allen West —condenado por robar carros—, se quedó atorado a mitad de camino y no los pudo acompañar en el trecho definitivo a altamar) hicieron equipo y supieron convertir en fortalezas sus debilidades.

Morris era un neurótico. ¿Pudieron sus elevados mecanismos de defensa servirle para medir hasta el último de los riesgos y no dejar cabos sueltos? A lo mejor. De los Anglin hay que decir que venían de una familia pobre y numerosa de 14 hijos, en la que cada uno tenía que ganarse el sustento diario. “Eran como MacGyvers”, dijo David Widner, su sobrino, muy molesto porque la carta no fue compartida por las autoridades en 2013.

Durante meses, y con cucharas como herramientas, cada uno fue horadando el camino hacia los tubos de ventilación de la vieja construcción, ayudados a veces por el motor de aspiradora convertido en taladro. Una de las tantas preguntas que bien hubiera podido responder Anglin es cómo hicieron para ocultar, de un lado, la tierra que iban sacando y, del otro, el ruido del aparato.

Esos túneles pusieron al grupo donde pretendía, un espacio libre que fue adaptado como taller. Allí, en ese rincón, en la oscuridad de la noche y suplantados por maniquíes que engañaron a los guardias (hechos de papel y cabello humano que recaudaban en la barbería), construyeron con restos de salvavidas una balsa que debía resistir los embates del mar y las probables tarascadas de tiburones hambrientos. Para el final dejaron la elaboración de remos que los ayudarían a alcanzar la otra orilla, probablemente cerca del Golden Gate. Faltaba el instrumento para inflar el bote: un viejo acordeón que no se sabe de dónde salió.

Habían hecho todo, pero les faltaba otro tanto. Porque el 11 de junio, verano, no podía haber paso en falso. Los tres prófugos subieron al techo, bajaron por una chimenea, saltaron un muro y, tras poner el neumático a punto, se lanzaron a las aguas encontradas y heladas que rebotaban en los pedruscos aledaños al penal. De salir vivos, estaban listos para emprender el último viaje a bordo de la balsa. Solo que, según se pudo comprobar después con aparatos de alta precisión, solo tuvieron entre las once y las doce de la noche para poder ganarle a la fuerza de las aguas con sus remos improvisados. ¿Azar de principiantes o sesudo estudio del oleaje?

La reacción de la guardia solo se dio hasta el día siguiente, cuando los tres hombres no respondieron a lista. La búsqueda frenética de las siguientes horas no dio resultados. Quizás el hallazgo de restos de salvavidas en un lugar cercano puede ser la mayor evidencia de que el intento prosperó. Sin embargo, no hay constancia de que fueran los mismos que Morris y sus amigos usaron.

Lo cierto es que por el mero hecho de ser considerados fugitivos y, casi enseguida, desaparecidos, John , Clarence y Frank pasaron a ser leyenda. Nadie hasta ahora había llegado tan lejos en más de diez intentos de huída, casi todos burdos en los que la desesperación se anteponía a la sangre fría. Como le pasó a Joe Bowers, a quien la puntería de uno de los encargados de las garitas le cortó el viaje cuando escalaba una pared rumbo a ninguna parte. Otros, como los que protagonizaron la llamada ‘batalla de Alcatraz’ —el 2 de mayo de 1946—, tampoco tenían destino alguno, más allá del batallón que los recibió con fuego cerrado. En esa ocasión, seis prisioneros se hicieron con armas del penal y emprendieron un combate que dejó dos guardias muertos y otros 18 heridos. Algunos sublevados pagaron la osadía con su vida en la propia refriega y los demás terminaron en ‘el Agujero’, una celda subterránea, oscura y hedionda donde se pagaban las faltas graves.

Solo en 1945 hubo otro intento de escape digno. Eran los tiempos del final de la Segunda Guerra Mundial y el transbordador General Frank M. Coxe estaba destinado a transportar tropas a bases del Pacífico en puertos estratégicos. El vapor debió recalar en el puerto que había en Alcatraz, donde permaneció varios días y allí, en medio del ajetreo militar, alguien saltó sin permiso al barco, al que se introdujo por una escotilla para luego dar a cubierta. Era John Knight Giles, un ladrón profesional.

Nadie reparó en su presencia, pues en la lavandería el convicto se había puesto encima un uniforme de sargento. Como era costumbre al zarpar la embarcación, se hizo un conteo interno que esta vez delató un tripulante de más. El capitán guardó silencio. A la vez, en Alcatraz se dieron cuenta de que faltaba un preso. Sin embargo, en el breve trayecto hasta la isla Ángel, Giles logró hacerse a la identificación de alguno de los marinos y con ella saltó a tierra. Un minúsculo detalle en la vestimenta, percibido por un oficial, le cortó el viaje a la libertad. Giles fue puesto de vuelta en la cárcel de inmediato. Alcatraz se negaba entonces a ser falible, como pasó durante sus 29 años de existencia.

Por eso la fuga de los tres y la incursión de Giles deja al desnudo que “la isla maldita” era mucho más porosa de lo que se creía. Al igual que todas las prisiones, tuvo reos que se evaporaron y que se convierten en fantasmas, como John y Clarence Anglin y Frank Morris, el trío calavera que se quiere levantar de sus cenizas para decir que sí hubo escape en Alcatraz.

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