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30 de mayo de 2014

Crónicas

Carlos Enrique 'La gambeta' Estrada

Es el primer gol del partido. Y es un golazo que la gente querrá volver a ver cada vez que pueda. El marcador queda 1 a 0 al principio del segundo tiempo.

Por: Ricardo Silva Romero

Millonarios le gana de visitante a Nacional ni más ni menos que en el estadio Atanasio Girardot, frente a los hinchas mudos del equipo de Medellín, de la manera más humillante que pueda imaginarse: el goleador Carlos Enrique ‘la Gambeta’ Estrada, que se mueve como un avestruz tumaqueño con el número 14 en la espalda, le cruza el balón al celebrado arquero paisa René Higuita, al rincón del arco al que jamás podría llegar ningún portero, después de llevarlo en la cabeza como lo haría un malabarista que quiere burlarse de su peor enemigo. Veámoslo otra vez: la Gambeta, semejante a un niño que quiere dárselas de hábil, entra al área por la derecha, levanta la pelota con la cuchara del pie, la duerme en su frente amplia mientras da un par de pasos adelante, la deja caer cuando nadie se lo espera y manda un zapatazo a la otra esquina que solo se detiene en los costados de la red.

Si hubiera sido en el estadio Nemesio Camacho El Campín de Bogotá, si hubiera sucedido en la casa de siempre de Millonarios, las barras estarían celebrando la anotación muertas de la risa. Pero como es allá, en el Medellín de finales de los movedizos años ochenta, en donde pocas cosas de color azul son bienvenidas, las tribunas empiezan a cargarse de ira. La Gambeta, cegado por la emoción del gol, protegido por esa arrogancia tímida que lo ayuda a hacer esas jugadas de acróbata que animan cualquier partido, se va hasta las graderías bajas del sector oriental del estadio a celebrar con los brazos arriba lo que acaba de lograr: les canta su golazo a todos esos “verdolagas”, envalentonado, sin ningún temor a lo que viene. Y es ahí, en la tarde del domingo 4 de diciembre de 1988, que el tiempo se detiene. Y es ahí, en ese presente glorioso, que debería quedarse esta historia.

Carlos Enrique Estrada nació en Tumaco en 1961. Jugó en el fútbol profesional colombiano, sin hacerles mucho caso a tácticas relamidas, desde principios de los ochenta; marcó goles brillantes cuando militó en el Deportes Tolima, en el Club Deportivo Los Millonarios y en el Deportivo Independiente Medellín; se graduó con honores de la selección colombiana dirigida por Francisco Maturana que fue al Mundial de 1990. Pero fue en el Deportivo Cali de Jorge Amado Nunes, Bernardo Redín y Carlos ‘el Pibe’ Valderrama en donde se convirtió en el habilidosísimo jugador que era. En los años que estuvo en Millonarios, esos 1987, 1988 y 1989 que crearon la ilusión de que el equipo azul seguía siendo el más importante de la historia del fútbol colombiano, se trasformó en un delantero estrella, se acercó a una iglesia cristiana llamada la Comunidad Carismática de Amor y empezó a sentir molestias en la rodilla izquierda que a la larga lo obligaron al retiro.

Ese domingo de 1988, sin embargo, la Gambeta no está pensando en nada de eso. Va a la parte baja de la tribuna oriental, en medio del delirio, a restregarles el gol a los más furibundos hinchas del Atlético Nacional. Quiere decirles que ningún esquema de esos, ni siquiera ese toque de primera que se está tomando el fútbol colombiano, puede desbaratar a un jugador que tiene el talento para hacer lo que quiera con el balón. Y quiere reírse a carcajadas de un arquero, al escorpión Higuita, que en verdad sueña con ser delantero. No alcanza a imaginar que, mientras un gran grupo de hinchas del Nacional lo esté aplaudiendo por el tamaño de su proeza, alguien le lanzará una pesada moneda de cobre de cinco pesos que le herirá la cabeza. El monedazo está cantado: torear a una manada de fanáticos del rival eterno de Millos, espolear a un grupo de seguidores de uno de los tres clubes más poderosos de aquella época en la que los equipos de fútbol eran “negocios de familia”, no puede quedar impune. Pero él no alcanza siquiera a imaginarlo.

Tampoco sabe que, en unos minutos nada más, Nacional ganará 3 a 1 ese partido a punta de amor propio; que ese día terminará el invicto histórico de 26 fechas que Millonarios ostenta; que la mascota del equipo, el fiestero oso azul, volverá cabizbajo a Bogotá. Vendrán muchos goles más. Algunos, quizá, más importantes que este. La rodilla mala empezará a quedársele sin fuerzas en la Copa América de 1991. Tratará de recuperársele al año siguiente, en septiembre, tras un par de operaciones complejísimas. Pero lo obligará a retirarse, en 1994, del publicitado fútbol competitivo. Trabajará como técnico del Real Cartagena, entre otros equipos, hasta ser suspendido por 42 partidos tras agredir (el sábado 8 de mayo de 2004) a un árbitro al que acusará de “decisiones parcializadas”. Se irá un tiempo a Madrid, España, a trabajar en el sector de la construcción. Y seguirá divirtiéndose en pequeños partidos de barrio sin nadie que les haga barra a sus gambetas.

Sin embargo, falta mucho para eso. El partido va 1 a 0 ese domingo 4 de diciembre. Y la gente acaba de verlo llevar el balón en la cabeza, como un huevo que no puede romperse, antes de demostrarle al astuto portero del otro equipo que no es verdad que se las sepa todas.

Ricardo SilvaEntretenimientoFútbolCrónicas SoHohistoriaszona crónica

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