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19 de marzo de 2020

Crímenes de guerra

Josef Mengele, el ángel de la muerte

Al cumplirse los 75 años del descubrimiento del campo de concentración de Auschwitz, vuelve a la memoria la historia del médico nazi que hizo macabros experimentos con los presos buscando la fórmula para crear una raza superior.

Por: Revista SoHo.
Con su dinero y aptitudes estaba llamado a ser un científico descollante. Pero la locura nazi lo llevó a atrocidades como coser a unos niños porque quería crear siameses. No pagó un solo día de cárcel por sus crímenes.

¡Cómo fue posible!, exclama cualquiera que oye el relato de un buen mozo joven de fortuna alemán, dotado de talento y carisma, que se convirtió en motivo de vergüenza para la raza humana. En su natal Günzburg, en Baviera, su familia era de las más influyentes, pues su padre era el dueño de Karl Mengele & Sons, una fábrica de maquinaria agrícola. En la Primera Guerra Mundial, su madre, Walburga Hupfauer, tomó el control de la empresa ante la ausencia de su marido, lo que habla de una mujer de armas tomar, cuyo carácter dominante, para ciertos cronistas, pudo dejar huellas traumáticas que lo tornaron uno de los mayores criminales de guerra.

La incredulidad ante la degradación moral de Josef Mengele se acrecienta cuando se sabe que, a los 27 años, ya había estudiado Filosofía, se había doctorado en Antropología en la Universidad de Múnich, así como en Medicina, con magna cum laude, en la Universidad de Fráncfort. En esa ciudad, durante aquellos años 1930 en que Alemania caía en la trampa del nazismo de Adolf Hitler, la joven promesa de la ciencia se integró al Instituto de Biología Hereditaria e Higiene Racial para trabajar con teóricos de la supremacía étnica, una obsesión de la ideología nazi, según la cual nación germana había sufrido una degradación celular y debía limpiarse. Así mismo, negaba la igualdad de los humanos y sostenía que los últimos en su clasificación, como judíos, gitanos, discapacitados u homosexuales, no merecían vivir.

Para concretar tal absurdo, era preciso, además de purificar, aumentar la población aria, predestinada, según Hitler y sus compatriotas, a dominar al mundo. Los nacimientos de gemelos eran una manera de acelerar el proceso y se obsesionó con dominar los secretos de este fenómeno para multiplicarlo. Ello marcó el destino de las cerca de 3000 personas nacidas bajo esta condición que sucumbieron ante sus crueldades.

Lo natural fue que Mengele terminara afiliado al Partido Nazi y a las SS, la poderosa fuerza paramilitar del régimen en 1938. Tras destacarse como héroe de la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno le concedió en 1943 su petición de trabajar en un campo de concentración, para avanzar en sus exploraciones.

Su elección de Auschwitz, en Polonia, no fue al azar. Aquel era, junto a Chelmno, Treblinka, Birkenau, Lublin, Sobibor, Belzec y Majdanek, en el mismo país, un complejo destinado específicamente por los alemanes al exterminio. Allí llegaban muchos prisioneros que estaban emparentados, lo más conveniente para las labores de Mengele en genética, y sus pesquisas se convirtieron en el centro del proyecto Lebensborn (Fuente de vida), creado por Heinrich Himmler, uno de los más poderosos del nazismo y arquitecto del Holocausto, para apuntalar la supremacía aria.

Apenas llegaban, los prisioneros pasaban por una tétrica selección que le encantaba a Mengele, porque así hallaba sujetos aptos para sus siniestros ensayos. Como una especie de árbitro de la vida, sonriendo o tarareando una canción, señalaba con el dedo quiénes debían ubicarse a la derecha o a la izquierda. Los primeros, la gran mayoría, eran eliminados inmediatamente en las cámaras de gas. Los segundos, vivirían, pero a qué precio.

Entre las colas de detenidos, se paseaban soldados a la voz de: “¿Gemelos? ¿Gemelos?”. Una de las que respondió al llamado fue Jaffa Mozes, la madre de Eva y Miriam Mozes. Al preguntarle al soldado nazi si eso era bueno, él le contestó que sí y se llevó a las pequeñas, que nunca volvieron a verla. Eva contó que Mengele era guapo, vestía siempre impecablemente y exhalaba un aura irresistible de poder. “Él me inyectó una sustancia que me puso muy enferma. Me dio fiebre altísima y los brazos se me enrojecieron”, relató. Al enterarse de la calentura, el médico siniestro se rio con sarcasmo y dijo: “Pobrecita, es muy niña. Le quedan dos semanas de vida”. Ella sobrevivió (murió el año pasado), pero sufrió abortos, cáncer y tuberculosis, por efecto de los experimentos del doctor. “Era probablemente lo más próximo a sentirse como un animal, un pedazo de carne”, reflexionaba la rumana.

En las barracas de Auschwitz, la vida era vil. En una sola se hacinaban hasta mil personas, que dormían en especies de cajones, con sábanas que jamás se lavaban y agujereadas por los insectos. El hambre asolaba, pues solo les daban café sin azúcar, sopa de verduras sin proteína y un pan que a veces venía con trozos de metal, madera o papel.

Los gemelos elegidos por Mengele, en cambio, eran objeto de sus especiales cuidados. Estaban mejor alimentados, usaban su propia ropa y dormían con algo de comodidad. Él habilitó para los más pequeños un kínder, en el cual se les presentaba como “el tío Mengele” y les daba dulces. A algunos, minutos después de consentirlos, mandaba a que les dispararan en la nuca para diseccionarlos y analizarlos. Como a Eva, les aplicaba medicinas que la farmacéutica IG Farben probaba sin saber sus reales efectos.

El médico nazi también hizo experimentos con personas pequeñas como los Ovitz, para demostrar la degeneración de los judíos. Hizo embarazar a sus mujeres y las sometió a feos experimentos ginecológicos.

Su sadismo lo llevaba a amputarles innecesariamente las piernas a los gemelos, infectarlos con tifo y otros males contagiosos, transfundir la sangre del uno en el otro e intentar cambiarles el sexo. Una vez, cosió a unos hermanos gitanos, porque quería crear siameses, pero fallecieron de gangrena. En una noche, mató a catorce pares de gemelos al inyectarles cloroformo en el corazón. Si un hermano moría de una enfermedad, asesinaba al otro para estudios comparativos.

Tenía una fijación con los ojos. Ambicionaba crear métodos para clonarlos y cambiarles el color y probaba inoculando químicos en las órbitas de sus conejos de Indias humanos. Si hallaba a alguien con heterocromía, u ojos con iris de distinto color, lo mataba para extraerle esos órganos y enviarlos para análisis a Berlín. Hizo estudios degradantes en enanos, mujeres embarazadas, cuyos vientres abría para observar el feto, y personas con incapacidades físicas, víctimas también de procedimientos como operaciones sin anestesia. Se salvaban de perecer en la cámara de gas, pero en manos de él experimentaban finales mucho más espantosos.

Días antes de la liberación de Auschwitz, el 25 de enero de 1945, Mengele huyó y, años después, bajo la identidad de Helmut Gregor, tuvo un periodo de tranquilidad en Argentina, fue dueño de una empresa y vivió con su propio nombre, hasta que la detención y condena de Adolf Eichmann, otro gran organizador del Holocausto, lo puso en alerta y a errar permanentemente. Luego de pasar por Paraguay, terminó sus días en la pobreza en Brasil, en cuya playa de Bertioga sufrió un infarto y se ahogó, en 1979, de 67 años. Dos décadas atrás había sido declarado prófugo de la justicia en Alemania y el Mosad, la inteligencia israelí, estuvo a punto de capturarlo en los años 1960. En 1985, los amigos con quienes vivía revelaron dónde lo enterraron y, en la década de 1990, pruebas de ADN confirmaron que se trataba de él. En sus diarios, se refleja que se veía a sí mismo como un hombre de ciencia serio, que jamás dejó de creer en la supremacía racial. Su propio hijo, Rolf, aseguró que no mostró el mínimo remordimiento por las infamias que cometió y que, en el colmo de lo inaudito, no le valieron un solo día en la cárcel.

El nazi en sus últimos años con la familia que lo acogió en Brasil. Tiempo atrás se había salvado de ser capturado por agentes del Mosad, la inteligencia israelí.

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