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20 de octubre de 2011

Cuchos Extremos

Jotamario Arbeláez haciendo parapente

¿Quién dijo que los deportes extremos están hechos solo para los jóvenes? Tres grandes firmas, ajenas a todo tipo de deportes, se le midieron a la invitación de SoHo de sacar el aventurero que llevan dentro y aceptaron participar en un rally, hacer parapente y practicar rapel. Crónicas de experiencias que pocos se han dado el lujo de contar.

Por: Jotamario Arbeláez

1.

Desde hace 44 años vengo refiriendo este embrujo, a veces de una manera críptica, otras descaradamente naturalista, incluso he avanzado 1200 páginas de una pentalogía novelesco-esotérica con ribetes pornográficos pero sin caer en el erotismo y unos ápices de humor loco, pero los editores creen que lo que estoy es drenando silocibina o mamando gallo. Lo peor es que todo es cierto, solo que a veces me concedo algún lance de fantasía para decorar una frase. Con la oferta de SoHo de dar un paseo a mis anchas por el santo cielo —con un buen seguro de vida eterna a nombre de mi eterna señora—, creo que llego al más encumbrado escalón de mi tema, que con el punto final de esta crónica espero dejar zanjado.
Cada vez que SoHo nos propone un tema que conlleve algún riesgo, como en este caso a un señor de 70 que nunca ha practicado un deporte y ni siquiera se ha tocado los dedos de los pies con los de la mano sin doblar las rodillas, y a lo sumo ha practicado el salto del ángel1 dos o tres veces sobre muñecas de goma, dar el salto al vacío celeste es un peligro superior a enfrentar la experiencia posterior en 15 cuartillas, con frases insertas dentro de otras frases, al estilo de una cebolla cabezona compuesta por capas innumerables, vaya como ejemplo este amplio período que nada tendría que envidiarle a Proust, o cuando contrató al poeta Eduardo Escobar para que se lanzara en paracaídas de un helicóptero, cosa que al final no hizo del miedo y la tembladera, dejando al fotógrafo colgado de la brocha en el aire, pero se fajó en la crónica una aún más temeraria apología de la cobardía, o cuando a mí me mandaron al dermatólogo a que me llenara la calva de la frente de pelos del occipucio y quedé como un puercoespín bien peinado, digo, cuando SoHo nos hace eso aprovechándose de nuestra penuria poética, Eduardo Escobar y yo pensamos en la frase final de un cuento de Jaime Jaramillo Escobar, donde una puta respetuosa después de narrar los altibajos de su faena exclama: “Las cosas que hay que hacer para ganarse el almuerzo”.
2.
Soy un hombre al que se le cumplen los sueños, es más, en quien sueñan los sueños para cumplirse. Sueño que no se cumple se pierde, inexorablemente, como los polvos de Gabo. Y no hay nada más vano que el sueño inútil, el que aún recordándose ni siquiera se cuenta ni se interpreta. Cada sueño trae su mensaje y su afán, y yo me apresuro a descifrarlo y darle curso en mi agenda. No es un don innato sino adquirido, en condescendencia con la inspirada inmodestia de la que supe investirme para espantar al demonio. Hay que ver las argucias ingeniadas por el ‘maldito’ para hacerse a mi pobre alma, tan proclive a caer en sus tentaciones carnales, casi todas con buena pierna, trasero prieto y abundante vello pudendo. Pero una vez las hube agotado practicando el salto del ángel, y hastiado del regustillo de salmuera y el olor azufrado de la entrepierna, los saqué de taquito, tanto al patas como a esa corte de súcubos que pretendía finalmente sorberme el seso con una paja. Que conste que fue la única oportunidad en que puse conejo. Han pasado ya tantos ciclos que es una fantasía que aún me acuerde. Pero con semejantes culebras, no dejo de pensar en que el que la debe la teme.
3.
Un día de 1979 tocó a la puerta de la casa que habitaba no lejos de la montaña, en cuya huerta mi alma sin ataduras iba tomando el cariz de una trepadora, una señora de cierta edad y pobre de dientes que tenía el don de la adivinación y la potestad de otorgar privilegios, de la mano de mi hermano ‘el hermano Jesús’, que la acudía en su misión misericordiosa. 
Me dijo lo que ya me habían comunicado 12 años atrás espíritus selectos a través de la ouija, en invocación de unos caballeros obsesos por la parusía, creencia y ciencia de la segunda venida, que me habían reclutado en el Bar Zhivago. Que los maestros se habían detenido en mi estrella, y que estaban dispuestos a aportarme todas las pruebas para que en ellos creyera —y en el Señor de remate, cosa que esperaban que más tarde que temprano proclamaría a los cuatro vientos— y todos los medios materiales y ultra sensoriales para que dedicara mis luces al cumplimiento de la misión que a partir de entonces debía asumir, como era la de proclamar la divinidad de Cristo Jesús, estar atento a la segunda venida y contrarrestar la presencia beligerante del Anticristo ya renacido, personaje que había sido nadie menos que yo mismo en esa encarnación anterior cuando fui Nerón. Y yo por las calles tirándomelas todavía de incendiario y ateo recalcitrante.
¡Qué estupor y qué privilegio! Ser tentado por las fuerzas del mal e incitado por las potencias del bien en el mismo cuerpo físico y en el mismo tiempo mortal, era el signo de que algún elemento extranatural traía incorporado mi espíritu. Pero ¿con qué cara iba a presentarme mañana ante el sanedrín de blasfemos e iconoclastas que constituía el movimiento nadaísta del que hacía parte? Habíamos sido enviados por quién sabe quién para proclamar en quién sabe dónde quién sabe cuándo el quién sabe qué que quedábamos balbuciendo. Profetas del desastre tal como eran nuestros presagios. Había que borrarlo todo para empezar a partir de la nada pelada. Se espantaban las mentes puras dañadas por el terror. Pero el demonio que habita en cada colombiano batía palmas al escucharnos. Ya el espíritu de los santos me iluminaría sobre cómo enfrentarme a esta pandilla de apóstatas.
4.
Siento que nací para las alturas. Que tengo más de la esencia del ave que de la especie humana, así no ande regando plumas. Hacía nido en los árboles y allí me instalaba a leer a Ítalo Calvino. A mi regreso de Europa en 1983, un providencial ataque de gota impidió que abordase el avión Olafo que se estrelló sobre Mejorada del Campo, por iniciar un viraje a la derecha antes de tiempo. Desde que tomé mi primera cápsula de LSD “Morning Glory” no desciendo sino a echar un polvo y leer el periódico, que, como dice Camus, son las ocupaciones que definen al hombre moderno.
La principal experiencia a que fui sometido —o que me fue concedida para que verificara la autenticidad de los privilegios otorgados— se presentó dos días antes del 20 de julio de 1969, cuando el ascenso a la Luna y descenso en ella de los selenautas gringos Armstrong y Aldrin, mientras que Collins permanecía en la nave, cuidándola. Yo vivía ya en el Hotel San Francisco por cortesía del negro Manuel Corrales, su hipotético dueño, adonde los maestros me habían remitido para salir de la calle, con alimentación y vales de licor gratis para atender a los periodistas y promover los baños turcos, famosos entre la clase política. El director del Noticiero Todelar, ‘el Loco’ Alberto Giraldo, me había llamado para que le elaborara un reporte diario, El Informe Inconforme, y don Guillermo Cano, para ofrecerme que escribiera en las páginas del Magazine de El Espectador la columna ‘El Huevo Filosofal’. El 18 de julio llevaron ante el micrófono a una maga, a quien después mis amigos nadaístas bautizaron ‘Lunita’, dádiva también acordada por los maestros perfectos, como fueron las que siguieron. Viví con ella varios años, hasta que fue secuestrada por un platillo volante, confirmando su perfección (la de los maestros). Aquel 19, uno de mis compañeros en la iniciación, el médium Claudio Verne, me sometió, en la ‘suite nadaísta’, a una sesión de hipnosis y en cuerpo astral me hizo ascender —desde una hipotética playa de Providencia y apoltronado en una nube caribe— y descender calmosamente en el mar de la tranquilidad, en la Luna. Desde allí vi con antelación el selenizaje de la nave Apolo. Vi cuando bajó Armstrong y fui narrando sus primeros pasos brincados en busca de clavar la bandera gringa, “salto como un canguro pero mis pies no dejan huella”, mientras en la grabadora del noticiero quedaba consignada mi crónica. El 20 bajamos al bar de los baños turcos, donde se reunía la pesada del Congreso con el polémico Nacho Vives a la cabeza, nos sintonizamos en la televisión con el descenso selénico, le bajamos el volumen al receptor y elevamos el de la grabadora y coincidieron paso por paso. Me echaron del noticiero por utilizar la brujería en el periodismo, lo que equivalía a jugarles sucio a los demás reporteros. En la columna de El Espectador del domingo siguiente (y si no lo creéis consultad en la hemeroteca), apareció toda la crónica con ilustración de Pepón.
5.
Cuando me encontré con el profeta Gonzalo Arango y su corte menesterosa en la Cafetería del Continental, me extrañó no ver en su rostro ese rictus condenatorio que ostentaba ante escribas y fariseos, sino que irradiaba un aire beatífico. Al lado de su café, tenía un escrito plagado de cruces de corrección, titulado Sermón contra Jesús, para publicar en alguna revista o leer en alguna misa, porque aún a los reverendos pastores adscritos a la Teología de la Liberación los encantaba con su irreverencia. Le conté de mi historia de iniciación con los concurrentes de la parusía, que me habían reclutado para una misión redentora. El deicida confeso me mostró un párrafo de su escrito, que publicaría en el número tres de la revista Nadaísmo: 
¡Aleluya, la Tierra resucita. Nada está vacío de Dios, todo está poblado de Vida Eterna. Su eterno rumor es un canto de cuna que despierta los cielos y enciende los astros apagados.
Tomé valor para confesarle que estaba en trance de asumir la divinidad de Cristo y ponerme al servicio de su segunda venida, abdicando del nadaísmo si era preciso, y él —estoy seguro de que no hacía una broma— me contestó esta barbaridad: “¿Y con quién crees que estás hablando?”.
6.
La hermana María —en la dulce compañía del hermano Jesús— dice expresarse bajo el paradigma del colegio de los santos apóstoles apostáticos. Me aclama que soy uno de los pocos mortales que pueden cantar hosannas. Me hunde la yema del pulgar en el tercer ojo y me pide de parte de la Mano Poderosa que exprese cinco deseos, que todos ellos tendrán cumplimiento expreso. “Mientras no se trate de deseos eróticos —me advierte—, pues no se puede ser confianzudo con el horno de los milagros”. Yo instantáneamente había comenzado a elucubrar con Rebeca López, con María Eugenia Dávila, con Trixie Barressi, con Dora Franco y con Esther Farfán, a quienes a decir verdad tenía de un cachito, como después llegué a comprobarlo. No se desperdicia una concesión del hado con la petición de una revolcada. “Que sean deseos puros”, me repite la enviada, y como nada más me interesa me decido por cinco premios de poesía, ya que críticos impostores han comenzado a proclamar, empezando por el vestuario, que nada me rima. “Te serán concedidos, por la voluntad del que todo lo puede y que canta en la rama del árbol más alto y frondoso de la creación —concreta—, con tal de que en Él creas y lo cantes”.
7.
Esa noche vuelo desnudo por los aires del sueño como un señor de los cielos, con una cabellera medusea, ondeante. En una burbuja de agua que flota en el viento vislumbro una pequeña sirena que me hace visajes señalándome las puertas de lo que ha de ser el inmóvil Empíreo. La concavidad celeste es de un azul pastel que permite el desplazamiento en cámara lenta. Es un verdadero salto del ángel, pues abajo se divisa la tierra en forma de mujer desnuda acostada, las gradas del ascenso que culminan en el pezón izquierdo, mientras que por la juntura de los muslos avanzan en sentido inverso al delta dos personajes que se me antojan Dante y Virgilio, hay una especie de casa de brujos que ha de ser la de las agujas, sorteada por unos pinos, muy al fondo una montaña piramidal, más acá un lago o una represa con los bordes espumeantes y en vertical flotando un inmenso huevo filosofal. Cuando unos meses después gané el Premio de la Oveja Negra, editorial por entonces de Gabo, con Mi reino por este mundo, le conté el sueño al pintor italiano Ércole Laorni, quien lo plasmó al pastel para la carátula.
8.
A mediodía llegan a recogerme a mi palacete —adquirido con los premios de poesía, cuatro hasta ahora de los cinco demandados al dispensador solícito—, la productora de SoHo, Laura Samper, el fotógrafo Alberto Newton y el instructor piloto Darío Arévalo (parapentes.com) quien me familiariza con el aerodeslizador y su historia, me cuenta que lleva 16 años a bordo y que nunca ha tenido un percance que lamentar. Aunque el peligro eventual existe. Aprovecho para mostrarles la carátula de Mi reino por este mundo, aduciéndoles que fue el producto del sueño más soñado de mi existencia, el que voy a plasmar ahora.
Llegamos a lo alto de La Calera, desde donde se domina la represa de San Rafael. En la falda del cerro hay dos torres, distantes un par de kilómetros, entre las que se tensan varias cuerdas electrizadas. De allí para arriba todo es el paisaje celeste ya recorrido por Dante. Con el anemómetro el instructor hace rigurosas medidas de la velocidad, la fuerza y la dirección del viento. Está demasiado fuerte y hace un frío que raja los huesos. Pensaba volar desnudo como el personaje de mi portada, pero por respeto al esqueleto opto por una túnica hindú. Me colocan el casco de seguridad, una chaqueta marcial, me endosan al volador mediante correas, ponen a inflar el ala y a volar joven.
Ya engolosinado con el azul represado de la laguna terrícola me decido a levantar los ojos al firmamento, tan firme como mi asiento halado por el viento sobre el ala flexible de infladas celdas a la que me comunican unos hilos suspentes. La Tierra se queda girando sobre su órbita como mis ojos en sus cuencas escrutando el espacio sideral que me acoge. En este momento soy, por encima de todo y de todos, el poeta más alto sobre la redondez del planeta. A lo que pretendía llegar y después que sea lo que Dios quiera. Pasa en contravía una pareja de águilas que se me queda mirando como el intruso que soy. Una nube se me mete en un ojo y me sale por el otro ojo. Aspiro el aire enrarecido, pero más enrarecido voy yo. Ahora puedo exclamar como Gagarin que “la Tierra es azul”, o más precisamente como Paul Éluard, que “la tierra es azul como una naranja”. “Cómo le va pareciendo —me grita desde atrás el piloto—, ¿se parece a su sueño?”. Al principio le contesto condescendiente que yes, pero a la tercera vez que me lo pregunta, a punto ya de entrar en el éxtasis sacrosanto, le contesto con la otra palabra que sé del idioma inglés ssshit. “Todo esto es tuyo”, le dijo alguien en trance similar a un amigo, “si postrándote me adoraras”. Pero él, indignado, lo rechazó porque supo que era el cachón cachondo. En este caso sé que voy en pos de la promesa de mis maestros, más puro que un tabaco y desbordante de leticias el corazón, a encontrarme cara a cara con el Señor que con una sola mano trazó los cielos y la tierra y nos puso en ellos, el que me ha dado tanto para con tan poca nada que me queda pagarle, pero por fortuna Él no cobra. Al menos decido cumplir mi compromiso de hace ya cuatro largas décadas, pues he recibido por anticipado las gracias, y mal haría en ponerle conejo también a Él:
Un día dudé de Ti mientras mi alma aclaraba. Alma que venía envenenada desde la fuente, pues anidó en mi cuerpo que hacia Ti llevo en este columpio, la del mortal persecutor de tus seguidores, el malhadado emperador Nerón, según revelaciones de tus ministros, destinado como Anticristo para tu segunda venida, que entiendo que ya pasó, según alcancé a percibir nada menos que con quien posaba como Anticristo para la hipócrita sociedad colombiana, quien hace 35 años murió en un olor de santidad que no pudimos soportar sus geniales, locos y peligrosos monjes discípulos. Si así fue o si no también, te declaro mi adoración y veneración por los siglos de los siglos en la vida perpetua que prometiste, santo de los santos, santo grande, santo fuerte, santo inmortal.
Desde mi sillón de nubes veo cómo el cielo me descorre el cerrojo mientras multitud de ángeles con sus trompas y cánticos me celebran. “Contempla ahora la faz que más a Cristo / se asemeja, pues sólo su luz pura / puede predisponerte a ver a Cristo”2 . Estiro los brazos bienaventurados en el anhelado atisbo de gracia y gloria, cuando una súbita parálisis del viento —a todas luces orquestada por el demonio que no perdona una deuda— hace que, mientras paladeo el último éxtasis, el parapente entre en barrena y yo en agonía, se precipite entre las dos torres contra un pentagrama de cuerdas de luz que traspasamos sin enredarnos ni electrocutarnos y, luego de pasar raspando y quebrándoles ramas a los pinos del risco por virar a la derecha antes de tiempo, se dirija al profundo azul de la represa de San Rafael, el arcángel protector de los viajantes intrépidos. En sus manos encomiendo mi espíritu, porque no creo que el cuerpo vaya a resistir un porrazo tan hijueputa.
Aún no sé si escribo esta crónica desde esta vida o desde la otra. En el caso fatal, el seguro de vida ha de ser para la última de mis siete Claudias, pero si sobrevivo, señores de SoHo, la tarifa va a ser el triple.
1. Juego erótico que consiste en que el hombre desnudo se lance desde un armario o cualquier otro mueble elevado sobre la mujer tendida con las piernas abiertas; la modalidad exige valentía y suerte para no aplastarse los testículos en el intento. Antonio Tello. Gran diccionario erótico. TH. 1992.
2. Dante Alighieri. La Divina Comedia. Tomo III, Trad. Ángel Crespo. Seix Barral. 2004.

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