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12 de diciembre de 2006

La televisión con la que crecí

Por: Andrés Restrepo
| Foto: Andrés Restrepo

Pocos temas han despertado unos sentimientos más contradictorios, "la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser", como dice el tango, que la televisión que vivimos los colombianos en la gloriosa, y lamentablemente ida, década de los años 80. Década increíble, en la que convivieron expresiones estéticas tan nefastas como el uniforme zapote de la Selección Colombia, el bigote de Jorge Barón (sí, incauto quinceañero, Jorge Barón el original era de mostacho y esmoquin) y los mocasines con monedita. Trataré, por lo tanto, de no caer de nuevo en las reflexiones que se han hecho hasta el hartazgo: que si José Miel y Marco llenaron nuestra niñez de un temor permanente a perder a nuestra mamá, que si nuestra inseguridad frente a las mujeres viene de que Pedro nunca alcanzara ni un beso de Heidi por arrearle las ovejas (en lugar de echarle los perros). Considero que sobre estos temas, sobre todo considerando que son dibujos animados, existe suficiente ilustración.

Partamos entonces del interrogante que agobia en Colombia a los menores de veinte años. ¿Por qué dos tipos de treinta años pueden sentarse a perder el tiempo hablando horas enteras de cosas como los Barbapapá y Pequeños gigantes (en lugar de perderlo, como ellos, chateando por messenger hasta las tres de la mañana)? Jóvenes chateadores: la televisión de los 80 es, para efectos prácticos, nuestra religión, con Santísima Trinidad y todo: los canales 7, 9 y 11. Nuestra infancia, en prácticamente todos los aspectos, estuvo determinada por la programación de estas tres cadenas (en realidad dos y media, ya que el 11 atendía solo en horario extendido: de 6 a 9). Hoy, en cambio, hay aproximadamente 60 infancias posibles: tantas infancias como canales. Para el niño músico hay cuatro canales de videos y uno de música clásica; para el pequeño que quiere ser científico, Discovery y sus canales derivados; para el niño en proceso de idiotización, los canales nacionales, y así sucesivamente. Nosotros, a pesar de los tres canales disponibles, veíamos exactamente los mismos programas. Porque como el misterio de la Santísima Trinidad, teníamos tres personas (o canales) y un solo dios verdadero. Este dios verdadero, los sábados tomaba la siguiente forma, en su orden: Santa Misa, Educadores de Hombres Nuevos, El Salón de la Justicia y, después del almuerzo, Los duques de Hazzard (¿dónde estás, prima Daisy

). Esto implicaba que en nuestra infancia la noción de tiempo existía gracias a la televisión: nunca supe a qué horas me acostaban mis papás los domingos, pero tengo claro que era cuando empezaba Dinastía (me voy a comprar la serie en DVD para saber qué demonios era lo que hacía Joan Collins tan vulgar) y mi única certeza de que eran las siete de la noche a lo largo de la semana era la música de inicio del Noticiero 24 horas. En este mundo de hoy, sin Dios ni ley, por el contrario hay que adivinar entre qué novelas esconderá RCN su noticiero entre las ocho de la noche y la una de la madrugada.

Era una felicidad la certeza de saber que, pasara lo que pasara, los viernes tenían un premio gigante: Los Magníficos. Hasta la trama era un cómodo y seguro viaje por una historia conocida: 1. Mafiosos (M) extorsionan a mujer joven (MJ) o viejo desvalido (VD) 2. MJ o VD buscan a Los Magníficos (A, por lo de The A Team). 3. A inventan trucos para: a. Sacar a Murdock del centro siquiátrico. b. Dormir a Mario para montarlo al avión. c. Disfrazar a Haníbal para engañar a M. 4. Bala "ventiada", pero ni un solo muerto, hasta derrotar a M. 5. Faz se da besos con MJ. No se imaginan lo duro que fue en su momento asumir que Los Magníficos iban a ser reemplazados por Riptide. De igual forma la melancolía de los domingos en la noche se iniciaba religiosamente con Lazos familiares, años después reemplazada por Los años maravillosos, a eso de las ocho de la noche. Pago ya por información verificable sobre el destino final de Alex P. Keaton y, sobre todo, para saber si Kevin Arnold vive felizmente casado con Winnie, su vecina y amor platónico. De no ser así, si Winnie se casó con otra persona, afirmo a quien quiera saberlo que el amor no existe.

Nuestra relación con el mundo también se construyó en los ritmos y tiempos que exigía la televisión de la época. Nos acostumbramos a que el mundo exterior sucedía mucho antes que en Colombia. Veíamos felices y emocionados partidos de la liga alemana, narrados por Andrés Salcedo, quien bautizaba a su gusto personajes como ‘migajita‘ Littbarsky, ‘el poroto‘ Haessler o ‘el cavernícola‘ Schteiner, que podían haber sucedido hacía una semana o hacía dos años. Nos daba igual: no había forma de conocer el resultado o de adivinar que el Bayern Munich había quedado campeón hacía tres meses. Era tal nuestra distancia con el mundo, que todos los domingos aguardábamos expectantes la sección del noticiero de un señor que respondía al nombre de Eucario Bermúdez y cuya única gracia era vivir en Miami y fusilar impunemente la sección de las mejores jugadas de la semana de alguna cadena gringa y enviarlas a este país olvidado de las microondas y desconectado del mundo cada vez que había problemas en la antena repetidora de Chocontá.

En realidad, debimos haber aprovechado mejor esta incipiente globalización. De haber sido gente juiciosa habríamos aprendido alemán ya que gracias a TRANSTEL (la cadena alemana que alimentaba al raquítico canal 11) terminábamos haciendo fuerza, a nueve mil kilómetros y al menos doce años de distancia, a los representantes del poblado de Altenhellefeld para que derrotaran a los habitantes de Bad Teinachzavelstein en las pruebas de TeleMatch cada semana. También nos llegaban, en pleno 1985, los últimos avances tecnológicos alemanes de inicios de los 70 en unas notas de cinco minutos llamadas sarcásticamente El mundo al instante.

Pero no importa que no hayamos aprendido alemán, porque en cambio desarrollamos terribles estereotipos regionales que están en la base del subdesarrollo de este país. A partir de los 80, en Colombia todos los paisas son William Guillermo, tienen gorrita del Atlético Nacional y dicen: "¡Cómo será el papá!"; ser costeño es casi una condena anticipada ante cualquier error por involuntario que este pueda ser: "Costeño tenía que ser", y los bogotanos esconden su aversión al trabajo con las buenas maneras y las excesivas cortesías de Andrés Patricio Pardo de Brigard en Don Chinche. Pero Colombia, aún separada por estos estereotipos, se reunía cada tanto como una sola familia para sacar lo mejor de sí en unos eventos que nos hacían creer que aún éramos un solo país: una maratón de artistas de dos días seguidos que se llamaba Teletón presentada por Carlitos Pinzón (esa manía de nuestra farándula de tratarse con diminutivos para demostrar lo amigos que son…), la fiesta de los hogares colombianos los 24 de diciembre amenizada —es un decir— por Jorge Barón bañado en serpentinas, la transmisión de la Maratón de San Silvestre (van a ver que este año Víctor Mora sí gana) y el reinado de belleza cuando de verdad a alguien le importaba, con Pilar Castaño y Jairo Alonso generando suspenso artificial: "Pues sí, Jairo, no quisiera estar en el puesto de los jurados en este momento".

Junto a Pilar Castaño y Jairo Alonso, a la sombra de nuestra televisión ochentera se consolidó un combo de amigotes que se repartían cuanto concurso, magazín o programa de variedades existía. Pacheco, Jota Mario y doña Gloria presentaron a lo largo de esa década todo lo que se pudo presentar: Animalandia (¡sube, sube kilométrico!) y Compre la orquesta (cuando la difunta abejita Conavi le hacía sonar ¡toooooda la orquesta!) y el Programa del Millón (Pacheco, ¡deme la errreeee!) fueron el bastión de Pacheco. Jota Mario, siempre propenso a los programas eternos, presentaba Dominguísimo con secciones tan elaboradas como el novio chévere (ché-ve-re…ché-ve-re…es el novio chévere) y Telesemana los viernes en la tarde. Doña Gloria, mucho más centrada en el tema financiero, conducía El precio es correcto, cuyo punto de mayor emoción se alcanzaba al final del programa cuando el pobre concursante debía ubicar correctamente los precios de siete electrodomésticos en menos de un minuto, pero eso sí: "¡Bailando, bailando cumbia, Wilson, o si no, no vale!". Para compensar este abuso, doña Gloria también presentaba Naturalia, programa que tenía una curiosa característica: a pesar de ser doblado del francés al español, la voz en español tenía un marcado acento francés: "la togtuga busca los magues del nogte". En el colmo de una estructura monopolística que haría palidecer de envidia a Bavaria, se llegó a crear un programa de concurso que reunía a nuestros tres divos: Los tres a las seis, una especie de selección Resto del Mundo de los presentadores de concurso.

Para oponer resistencia a semejante monopolio, la única forma era tener programadora propia. ¿Quién si no don Julio E. Sánchez Vanegas, con Producciones JES, podía darse ese lujo? Se la jugó por la tecnología y en su programa de concurso Concéntrese… para que no se le olvide, expuso dos cosas que partieron la historia del país en dos: antes y después de las cabinas del silencio (tipo nave espacial) y la contadora automática de billetes. Pero no paró ahí, ya que nos trajo el "hoy desde Bangkok, mañana desde cualquier lugar del mundo" y armó el primer kínder de formación del popular esquema modelo/presentadora/actriz/misceláneos: Panorama. Don Julio, el de JES no el de El Ley, era un visionario: todo hay que decirlo. En el otro extremo del espectro tecnológico estaba Saúl García, que en su programa Guerra de estrellas utilizaba como contadora de billetes a la modelo Karina mientras pedía infructuosamente "Silencio, público. Silencio, público".

En el tema de publicidad la innovación tampoco era la norma en los 80: con decirles que desde esa época es que viene Susana Caldas utilizando margarina La Fina y Pacheco vendiéndonos lotería vestido de socorrista por los mismos 500, 800, 1.000, 1.500, 2.000, etc., pesitos. El buen gusto tampoco era lo de moda: ¿Quién les pone a unos almacenes de ropa "Almacenes Luis M. Sarmiento y Mireya Fashion"? ¿Quién cree que terminar un comercial con Joan Collins diciendo "Alguien reportó un fuego" era sugestivo? ¿Cómo nadie cayó en la cuenta de que cantar "¿Y de dónde son tus sandalias? Las traje de Miami. Mentiras, mentiras: son Jazz" era poner en evidencia la vergüenza que producía la marca del productor entre sus clientes?

Para terminar, el tema eterno: sexo. Como gracias a mi Dios en esa época no se había puesto de moda que los papás hablaran de sexo con los hijos fingiendo naturalidad como lo hacen hoy, la televisión de los 80 nos dio la primera, no digamos siquiera información, sino indicio sobre el tema. Indicios casi monásticos comparado con lo que se ve hoy (tal vez monástico no sea el mejor adjetivo, considerando de lo que nos estamos enterando que se hace en los monasterios). En todo caso, solo al final de los 80, en 1988 para ser exactos, llegó algo de carne: la Mencha y Amparo Grisales mostraban torsos desnudos y un toque de lesbianismo en Los pecados de Inés de Hinojosa. Para ser sincero, nunca supe muy bien de qué se trataba la serie, obsesionado en capturar los instantes en que las Hinojosa "se ungían" y se podía ver lo único que añorábamos ver de ese programa. En ese momento era difícil imaginar que la televisión colombiana podría superar algún día semejante muestra de liberalidad. Ámsterdam no podía estar muy lejos. ¡Qué lejos estábamos de imaginar lo que vendría! Creo que no había nacido Carla Giraldo.