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9 de octubre de 2008

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Mejor chiquito que grande

Si el tamaño del pene importa o no, Gabriela Wiener defiende a los cortos con este elogio.

Por: Gabriela Wiener. Fotografía Alejandra Quintero 2008

El preferir un pene pequeño no deja de ser una cuestión política: para alguien que, como yo, se ha criado en un hogar de izquierdas lo más natural es alinearse con el proletariado del sexo y no con la aristocracia del falo. Un dato: los propietarios de penes pequeños, por lo menos los que yo he conocido, alguna vez han sufrido, como las mujeres, la envidia del pene, y es hasta encantador compartir ese sentimiento y casi natural excitarnos juntos al hablar de otros penes en la cama. Yo defiendo a los pequeños porque intento no dejarme llevar por las modas como esta de decir que el tamaño sí importa cuando en los años 80 lo moderno era decir que no importaba, así que para qué insistir con actitudes políticamente correctas.

Me gustan los penes pequeños porque sé de lo que hablo: he probado uno de los penes más grandes del mundo y puedo anunciar aquí que me dejó indiferente. No muchas personas que defienden los penes grandes podrían contar esa anécdota. Yo a las japonesas las veo muy contentas en los vídeos porno y se supone que los japoneses son los hombres menos dotados del mundo. No me extraña, siendo tan eficientemente manoseadas y succionadas durante largo rato por sus parejas, cuando no están participando en algún juego retorcido. Por eso lo de dotado debería ser un adjetivo para gente eficiente no para gente con grandes penes. Aunque las patologías no se incluyen en este ejercicio retórico no puedo evitar que vuelvan a mi memoria los dos micropenes que tuve a bien humillar durante mi vida a causa de mi zafia ambición juvenil, cuando todavía no había descubierto que al final todo se reduce no a una cuestión de tamaño sino a una cuestión de perspectiva. De esta manera me retracto. He cambiado.

Resulta que no soy como algunas lesbianas radicales que no quieren ver un pene ni en pintura, y tampoco de aquellas castigadoras que sí que lo quieren ver pero aprisionado y violáceo en un atado de bondage. A mí me gusta el pene pero el pene discreto. Nada más en las antípodas de los sutiles vericuetos del deseo femenino que un grosero pene con ansias de protagonismo. Más vale pequeño que grande porque las vírgenes, las estrechas y sobre todo las amantes del sexo anal no solo agradecemos uno pequeño sino que lo convertimos en objeto de culto y reverencia. Defiendo la opción del penecillo porque casi siempre los penes son proporcionales a los egos y los egocéntricos solo saben hacer el amor consigo mismos.

No me gustan los penes grandes porque hacen automáticamente que el dueño del pene sea un hombre a un pene pegado y no un hombre simplemente. Aunque lo que es verdaderamente peligroso en un pene grande es que no se considere únicamente una extensión de la personalidad del hombre, sino que sea incluso capaz de suplantarla. Esos son los penes que llevan nombres como Pedrito e incluso apellidos compuestos y no hay nada más detestable que un pene con linaje convertido en marioneta de su ventrílocuo. Penes patanes como esos provocan airadas reacciones como las de una Lorena Bobbit. Penes que están mejor independizados de sus cuerpos.

Y aquí viene aquella extrapolación, no muy brillante pero útil, al campo del automovilismo: entre elegir una limusina y un mini cooper, a efectos prácticos yo me quedo con el compacto juguetón y no con la pompa fúnebre. Sí, no importa caballo grande sino que ande, pero también digo basta ya de compararlos con perfumes caros en frascos pequeños, con potes de confitura y todo ese imaginario populachero de la indulgencia.

A pequeños problemas, grandes soluciones. Es como la famosa anécdota en la que Hemingway conmovido ante un Fitzgerald traumatizado por el tamaño de su pene lo lleva a ver las estatuas griegas como diciéndole no es para tanto. Esa es la lección: nunca es para tanto. Hemingway sabía que hay cosas mucho peores que tenerla chica. Una explosión de un obús austriaco que le alcanzó las piernas le había afectado los genitales y dejado parcialment e impotente de por vida. Sabía lo que sabe cualquier experto en pollas, es decir casi cualquier mujer: siempre es preferible un cacho de toro que una nariz de elefante.

Sin ánimo de caer en aquella involuntariamente cómica frase de la película Martín H, "yo follo con las mentes", creo que el ímpetu o el ardor no pueden medirse con una regla de treinta centímetros y un dedo puede desatar un orgasmo y hasta un roce y hasta una mirada y hasta un desplante. No es casual que mis dildos preferidos sean los pequeños, los más manejables, los que hacen lo que yo quiero. Mejor pequeña que grande porque en la grandilocuencia de lo sugerido está el gusto y no en la tiranía de lo explícito. Porque tengo debilidad por el increíble hombre menguante que sueñe con entrar en mi inhóspita vagina para perderse por siempre en mi vasto y laberíntico interior. Y porque casi todas las veces soy como una Gulliver en Lilliput dispuesta a amar a una criatura con pene por sus grandezas, pero también por todo lo demás.

Envidio a las que gozan de esta pequeña ventaja, porque a mí no me ha tocado en suerte. Pensar en grande, sin embargo, no me hace olvidar que en el fondo la vida consiste en esas pequeñas cosas que te hacen feliz. Y claro, defiendo al pene, ese gran actor de reparto, porque serlo nunca ha sido impedimento para ganar un Óscar.

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