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16 de agosto de 2018

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¿Qué haría usted si lograra regresar a épocas pasadas de su vida?

¿Cambiaría alguna decisión determinante? ¿Repetiría un momento memorable? El escritor Santiago Gamboa nos cuenta por qué le gustaría vivir de nuevo un día de otoño en París, hace veinte años.

Por: Santiago Gamboa / Ilustración: Carolina Ramírez
| Foto: Ilustración: Carolina Ramírez

Es el anhelo más grande de alguien que, como yo, despues de cumplir los 50 años. Volver a la juventud y explorar algún camino alterno. ¿Qué haría? Se me ocurren muchas cosas: viajar un poco más por África occidental; pasar una temporada en Islas Tonga, cual Gauguin criollo; convivir al menos un año con una japonesa. O tal vez revivir ciertos hechos, o incluso un día. Sí, creo que elegiría esto. Un día de mediados de 1995, en París. Un viernes. ¿Era otoño? Tuvo que ser a fines de septiembre.

Yo era un joven periodista freelance en la redacción latinoamericana de Radio France International, y mi lucha, como la de todos los freelance, consistía en lograr un puesto de journaliste bilingue —así se llamaba el cargo— a tiempo indefinido, lo que me permitiría contar con plena seguridad laboral, protección de sindicatos y un salario bastante más que decente, además de acceder a préstamos bancarios de vivienda, tener vacaciones pagadas y primas navideñas. A decir verdad, la cosa prometía, pues yo era el siguiente en turno de cara a la inminente jubilación de una colega, y ya se hablaba en las altas esferas de esa posibilidad para mí.

Todo eran fiestas, excepto por un detalle. Una nube negra que me tenía con el ánimo por los suelos, tanto que prácticamente reptaba por los corredores de la Radio, pues acababa de padecer la que podríamos considerar, con absoluta certeza científica, la tusa más violenta y brutal sufrida por un ser humano en toda la segunda mitad del siglo XX.

Por eso, cualquier contacto con el mundo de las malvadas féminas —para mí lo eran, yo respiraba por una herida de cañón— debía hacerse con guantes de seda, pues aún estaba en cuidados intensivos y con diagnóstico reservado. Con una excepción. Desde hacía más de un año había llegado a la sección alemana una joven periodista llamada Elrike. Cuando pasaba frente a nuestra sala de redacción, camino de la máquina de café, a la mayoría de los varones se nos iba el aire y algunos debíamos correr al baño a refrescarnos con agua helada. Elrike usaba unos pantalones de cuero tan forrados y finos que más bien parecía crema untada sobre sus piernas, dejando adivinar lunares, folículos y el holograma de su brevísima ropa interior, casi una obra de Damien Hirst. Tenía el pelo corto, negro, y unos ojos azules que quemaban las retinas.

Desde el día de mi infortunio, un par de meses atrás, había hablado algunas veces con ella en el café, y su compañía me dejaba anestesiado por un buen rato. La imaginaba conmigo en mil situaciones: viajando por Argelia, nadando en el mar frío de Ostende, entrando a una conferencia de Octavio Paz. En fin. Cuando se iba el efecto de esa poderosa droga que bien podría provenir de la casa alemana Bayer, volvía el dolor por mi tusa y se me iba el aire, me daba taquicardia y perdía el apetito.

Un viernes por la mañana estaba tan mal y tan triste que, nada más verla, corrí a su encuentro. La saludé y le dije, nervioso: perdona si soy un poco abrupto, pero, ¿estás ocupada esta noche? Me miró con sus lanzallamas azules, lo pensó un instante y dijo ¿por qué? Me gustaría invitarte a cenar, le solté, enceguecido, como el tahúr que, en un rapto, apuesta todas sus fichas a un mismo número. Cuál no sería mi sorpresa al oírla decir: claro que sí, qué amable eres, ¿a qué hora y dónde? Le propuse encontrarnos en Odeón a las 8:00. Le pareció perfecto.

Entré saltando a la redacción, ¿cuánto tiempo tenía? Eran casi las 11:00 de la mañana. Debía terminar el boletín informativo de las 12:00 y prepararme. Hice un plan de ataque: la llevaría al restaurante Procope y dejaría mi carro cerca con algunas botellas. Vino, o tal vez algo más fuerte: ¿whisky?, ¿brandy? Nunca se sabe lo que puede pasar dentro de un carro. Tras la cena propondría ir al Trois Mailletz, pero de inmediato deseché la idea ante el temor de encontrar a mis amigotes periodistas. Mejor un club de jazz. Tal vez Le Duc des Lombards o el New Morning. Sí. No había tiempo que perder.

Salí del estudio pasada la 1:00 y pensé que no estaría mal un corte de pelo, así que me fui al primer piso de la Maison de la Radio donde mi amiga Myriam, esthéticienne y peluquera marroquí, que se había convertido en mi confidente. Pasé a pedirle una cita y, como siempre, me preguntó qué eran esos afanes y a qué chica le había puesto el ojo. Le conté que Elrike, de la redacción alemana, había aceptado cenar conmigo esa misma noche.

Myriam se sonrió muy pícara y dijo:

—Me vas a deber la vida por lo que te voy a contar, pero si dices algo te corto los huevos con las tijeras de cejas.

Prometí ser una tumba, ¿qué era?

—Prepárate para un tsunami, querido, y compra muchos condones. Elrike llamó hace un rato y me suplicó que la recibiera para una depilación íntima urgente.

Salí como un globo aerostático, flotando en el aire… ¡Elrike se iba a depilar el pubis! No podía imaginar algo mejor, ni siquiera proveniente del dossier de mi tusa. ¿Cuál tusa? Hay que precisar, para los lectores jóvenes, que lo de depilarse por esos años era solo de mujeres posmodernas y algo punks, no como ahora. Saberlo concentró toda mi sangre en la zona pélvica, afectando un poco mi movilidad. Fui a la tienda de vinos Nicolas y compré un par de botellas. Una de Schnapps de manzana, que era trago alemán, y una de whisky Famous Grouse. Luego a la farmacia. ¿Cuáles son los mejores y más sensitivos? Llevé dos cajas. ¿Qué más? Una loción y crema lubricante.

Antes de las 8:00 estaba ya en Odeón, y cuando la vi acercarse a la hora en punto, mi ritmo cardiaco se aceleró. Pantalones azul oscuro y una especie de body de cuero. Madre mía, me dije. ¡Que arda Troya! Me dio un beso en la mejilla y cruzamos el boulevard para entrar al Procope, que es carísimo, pero esa noche no había que fijarse en gastos. La cena transcurrió de maravilla, con dos botellas de Pouilly Fumée bien frías y abundantes mariscos.

Al salir del restaurante, achispado por el vino, me atreví a poner el brazo alrededor de sus hombros. Qué bonita noche, ¿no crees?, dije. Y ella asintió, sonriente. Deberíamos ir a escuchar un poco de jazz a algún lado, sugerí, aunque la idea de esperar dos o tres horas antes de desvestirla y, salvajemente, devorarnos hasta el amanecer, me parecía un tormento.

Entonces Elrike dijo:

—Me encanta el jazz, Santiago, pero esta noche no puedo. Alguien muy especial llegó hoy de sorpresa y ahora debo irme. Te agradezco la cena.

Ofrecí llevarla pero no hubo caso. Me dio un beso en la mejilla y se perdió por las escaleras del metro, en pos del último tren. Yo caminé hasta mi carro muy despacio, pateando latas. Al subir me tomé un sorbo de whisky a pico, y en ese momento mi corazón emitió un traqueteo. Casi me alegré de encontrar ahí mi vieja tusa, adormecida por el frenesí del día. Un viernes que, a pesar del chasco monumental, he soñado y revivido en la imaginación durante 20 años y que querría repetir una y otra vez, como en el filme El día de la marmota, hasta que Elrike pueda quedarse conmigo.

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