11 de febrero de 2020
Crónica
“Yo estuve en un campo de concentración en Fusagasugá”
Aunque pocos lo recuerdan, durante la Segunda Guerra Mundial el Gobierno colombiano internó a los alemanes, italianos y japoneses residentes en el país en un centro de reclusión para asegurarse de que no espiaran. El periodista Fernando Salamanca rescató en su libro, Diez crímenes sorprendentes de la historia de Colombia, la experiencia de un músico alemán que estuvo allí.
Por: Revista SoHo
Hace un tiempo, a finales de 2017, me encontraba entusiasmado buscando información de ciudadanos extranjeros considerados “perniciosos” para la sociedad colombiana y que fueron expulsados del país en la década de 1930. Algunas semanas después, cuando ya la historia estaba completa y yo comenzaba a construirla, me encontré con una nota pequeña de abril de 1944 en la portada de El Tiempo. Por azar vi el titular: “Internados hoy doce alemanes y un japonés”. El encabezado de la nota daba cuenta de que el día anterior habían llegado al Hotel Sabaneta, en Fusagasugá, once ciudadanos alemanes, un sacerdote italiano y un comerciante nipón para quedar confinados junto con otros 44 hombres que, por causa de la guerra, debían permanecer recluidos hasta que cesara la lucha de los ejércitos de Hitler y los Aliados, en Europa y el resto el mundo. En la lista me llamó la atención el nombre de Karl Ludwig Schweineberg y, en especial, la descripción de su trabajo: organista de la catedral de Manizales.
Decidí guardar la portada del periódico y comencé a averiguar más. Schweineberg había llegado al país en marzo de 1937 con poco más de 27 años, después de salir de su natal Bonn, tras una discusión con su padre, un mayor de la aviación alemana que combatió en la Primera Guerra Mundial y pilotó bombarderos pesados en ataques a ciudades inglesas y francesas en los años más duros de la lucha. Los vientos bélicos soplaban fuerte en Europa, también en la familia Schweineberg.
Karl Ludwig se había puesto a la cabeza de su familia. Se dedicaba a la vida académica, dictaba clases de composición y música barroca en la Universidad de Bonn, en la que obtuvo su grado de licenciatura en ciencias musicales, canto gregoriano e instrumentos de teclado. Con la llegada de los nazis al poder, el joven profesor debió sufrir persecución por simpatizar con la tribuna izquierdista del mundo.
Al final, decidió abandonar el país junto con su esposa, Hildegard, embarazada de seis meses. En menos de treinta días organizaron su salida hacia América Latina, donde su última opción era Colombia.
Las cosas se estaban complicando: en febrero de 1936, el canciller Luis López de Mesa, ante el asedio de miles de refugiados en las delegaciones colombianas en Europa, decidió dar la orden de poner todas las trabas humanamente posibles a la expedición de visas. A pesar de esto, la familia Schweineberg Weber logró los pasaportes de la salvación.
El barco Cordillera salió a las seis de la tarde de un lunes de enero de 1937 del puerto de Hamburgo, y a las ocho, después de la cena, Karl Ludwig y Hildegard estaban en sus camarotes. Él había aprovechado el viaje para estudiar algo de español, y confiaba en que esos rudimentos gramáticos, más su dominio del alemán, el inglés y el francés le abrirían una puerta en su nuevo destino. No podían tener más de 30 años, y allí estaban, aventurándose en tierras desconocidas para darle algo de seguridad a su familia: “¿Difícil de asimilar? Ya estamos a bordo —le dijo Hildegard a su esposo—, ahora solo es cuestión de relajarse y admirar el paisaje”.
En Colombia, Schweineberg dictó clases en seminarios y algunas universidades, y enseñó a tocar el piano a las familias de élite bogotanas. También compuso. El año en que nació su segunda hija, Helga, fue contratado por monseñor Luis Concha Córdoba para que fundara una academia de música sagrada en Manizales. Ese es el país en el que Schweineberg quiso ser un ciudadano más, un artista a tiempo completo y un trabajador que empapaba su voz en cerveza, lo mismo que sus silencios, alejado lo más posible del ruido de la guerra.
Lo consiguió por un tiempo, pero el hundimiento de las goletas Resolute, Roamar y Ruby en el mar Caribe, a manos de submarinos nazis, provocó que el 27 de noviembre de 1943 Colombia se declararse en estado de beligerancia contra Alemania y sus aliados. El gobierno de Alfonso López Pumarejo expidió el Decreto 2643, que prohibió el uso público de la lengua alemana en todo el territorio nacional y obligó a que los ciudadanos alemanes, italianos y japoneses considerados más peligrosos fuesen concentrados en el Hotel Sabaneta de Fusagasugá y en varias casas de veraneo en Cachipay.

Alemanes, italianos y japoneses eran custodiados por la policía, cuyos agentes los levantaban con el toque de diana a las seis de la mañana.
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Le gustaba el concierto para órgano de Vivaldi y el de Händel, pero sobre todo Bach; tocaba todas las mañanas su primer preludio en do mayor antes de desayunar, para inspirarse; lo consideraba todo un ejemplo de sencillez y profundidad oculta. Normalmente ensayaba de nueve a doce del día y trabajaba de dos a siete en el Conservatorio. Schweineberg terminaba su jornada de trabajo tomándose una cerveza en el Astor, pues además de quedar cerca de su casa, allí podía leer un tablero de La Patria que traía todos los días las noticias de Colombia y la guerra: Leningrado, bombardeos en Italia, reclusión de japoneses en California.
La llegada de Schweineberg a Manizales significó un cambio importante, un periodo fructífero que se conoce como la tercera etapa musical en la ciudad, la fase alemana. La primera fue la de los arrieros y colonizadores que llegaron de Antioquia, música campesina interpretada al final de la jornada, cuando los hombres y las bestias se alistaban para descansar. La segunda fue de la academia desde Bogotá, en las primeras décadas del siglo XX. La tercera, la sacra.
Una tarde que regresaba a casa, lo estaban esperando tres detectives de la Policía de Extranjería. Schweineberg tenía un plazo de cuatro días para presentarse en Bogotá.
Así las cosas, inició su travesía desde el Palacio de la Policía junto con otros cuarenta alemanes, guardias uniformados y detectives hasta un hotel a cincuenta kilómetros de la capital. El alemán parecía listo para dictar su clase de órgano, con un abrigo de paño gris, una bufanda de lana que le cubría el corbatín negro y su peinado partido en dos y hacia atrás, que le conferían una madurez precoz. El autobús formaba parte de una caravana de diez vehículos encabezados por el coche que condujo personalmente el subdirector de la Policía Nacional, coronel Miguel Ángel Hoyos, quien estuvo al frente de todos los detalles del traslado.
El de Sabaneta era un régimen estricto que comenzaba con el toque de diana a las seis de la mañana para el aseo personal de los internados; el desayuno iba de siete a ocho y, enseguida, durante dos horas, venían la gimnasia y los deportes: bridge y fútbol; de diez a doce los internados se dedicaban a la agricultura en una huerta en la que sembraban frutos secos; el almuerzo venía después de la revisión y conteo de los recluidos, que el comandante Diógenes Osorio supervisaba personalmente; sobre las tres se restablecían las labores de agricultura en el campo, que iban hasta la cena a las seis de la tarde. Esa era la hora de socializar que Schweineberg aprovechaba para los juegos de mesa, skat (juego tradicional de cartas alemán) y ajedrez, así como leer libros en alemán, escuchar la radio o simplemente conversar. La dinámica cambiaba los domingos y los festivos: eran días de visitas, de retorno a la vida en familia y también de la correspondencia, que debía ser en castellano y revisada por los agentes del Departamento Nacional de Inmigración y Extranjería.
Una conducta tribal los hizo reunirse por países. La Navidad de aquel 1944 y los cumpleaños de sus compañeros los celebraban como un gran clan: las mujeres cocinaban todo tipo de pasteles y panes, y los hombres tenían permiso de tomar su ración semanal de cerveza. En otras ocasiones menos festivas, los alemanes repasaban cataclismos políticos y suponían por las noticias que les llegaban que sus ciudades estaban devastadas. Con tiempo de sobra, Schweineberg siempre se las arreglaba para ocupar la cabeza y sus energías en algún proyecto o para mantenerse al tanto de los que dejó atrás. Lo importante para Karl Ludwig era evitar a toda costa la inactividad. “Un hombre debe hacer lo que sea por mantener su mente y su cuerpo ocupados”, decía.
¿Cuál fue la razón para ordenar su arresto? En el expediente que encontré en el Archivo General de la Nación (AGN) se presenta que el Gobierno colombiano lo acusó de haber colaborado con el hundimiento de un barco inglés cerca de Santa Marta. No hay más. Desde que comencé la reportería para esta crónica, ninguna persona ni familiar cercano a Schweineberg pudo dar otros detalles o alguna pista sobre las pruebas legales que llevaron a su detención, él se limitó a preguntar con sutil ironía en el expediente si “[desde la torre] de la Catedral de Manizales era posible divisar un barco en el Caribe”. Según su nieta Johana, todo indica que su detención fue obra de coartadas diplomáticas. “Como a tantos alemanes de aquella época, se los llevaron detenidos sin saber por qué ni para dónde”, dice.
El presidente Harry Truman decidió suprimir las Listas Negras. Aunque Hitler se había suicidado en su búnker una semana antes de la capitulación del Tercer Reich ante los Aliados, en mayo de 1945, la situación de los alemanes en Colombia no cambió de inmediato. Los contratos de arrendamiento con el español Joaquín Palou y los propietarios de las haciendas de veraneo en Cundinamarca terminaron en diciembre. Muchos estaban sin un centavo, pues sus propiedades fueron confiscadas para crear el Fondo de Estabilización Nacional, un fideicomiso que ayudaría a sostener los gastos que generaban los campos de concentración.
Un mes después, los 104 hombres recluidos quedaron libres y emprendieron, una vez más, el éxodo.
Schweineberg encontró un mundo similar al que había dejado, con excepción de algunos ajustes obligados por la estrechez económica durante su ausencia. Regresó a las clases de música sagrada en Manizales, donde la Gobernación de Caldas lo invitó a ser parte de la planta permanente de profesores del Conservatorio y después fue su director. Las clases y la crianza de los hijos le copaban todas las horas, todas las energías.
Pasó el tiempo. Nadie supo bien lo que sucedió. Fue un campero, los tragos de la borrachera o la mala suerte. Lo cierto es que un carro fantasma lo atropelló en el centro cuando caminaba hacia la Catedral para cumplir con su oficio en la primera misa del día. Dicen que lo conducía un doctor que aún tenía una copa en la mano cuando atropelló al hombre de 72 años, a quien no quiso auxiliar. Eran las 6 y 15 de la mañana de un domingo de 1982.
Los restos de Schweineberg están en el Cementerio de San Esteban, el más antiguo de la ciudad. Entre mármoles blancos y ladrillos, que forman una cruz hueca, llena de agua y flores que nadan en ella, está su tumba:
Aquí descansa
Carlos Schweineberg (1910-1982),
organista de la catedral de Manizales.
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