31 de octubre de 2013
Diatriba
Contra la terapia de pareja
En algun momento del siglo XX surgió el mito de que el diálogo podía solucionar los problemas de pareja.
Por: Marcelo Birmajer:quality(80)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/semana/SML76ULU5JEKRLJRYZNYHEEIZI.jpg)
Es curioso, porque en esta fórmula genérica no se incluían las palabras concretas que resultarían catárticas o terapéuticas para combatir el aburrimiento, estimular el deseo o aplacar la ira. ¿Decirle a la mujer “maldita bruja”, o al esposo “panzón maloliente e inútil”, podían considerarse oraciones curativas que eliminarían los conflictos entre las partes? Como si no fuera suficiente con la farsa del diálogo, que a poco de creado como mito provocó más divorcios que continuidades, se agregó una ficción aún más esotérica: la terapia de pareja. A partir de los años cincuenta, las parejas no solo debían sufrir por incomprenderse entre sí, sino que a su vez debían ser molestadas por un tercero, el psiquiatra matrimonial. Ya de por sí el diálogo en la pareja era como tratar de arreglar un motor con palabras. Supongamos que, con el paso del tiempo, los pechos de la mujer fueron decreciendo hasta parecer dos ciruelas pasas. ¿Cuáles son las modalidades de diálogo que solucionarán este percance? Por mucho que el marido les hable a los pechos, les suplique que recobren su forma anterior, que rejuvenezcan y se expandan, los resultados serán inocuos. Si luego de un matrimonio de 20 años, la mujer descubre que la proporciones sexuales de su marido nunca le resultaron satisfactorias, tampoco es probable que lo alargue y ensanche por medio de alguna palabra mágica, mucho menos a través de una concienzuda conversación. Se han elevado miles de millones de plegarias al respecto, desde el principio de los tiempos, y no han funcionado. ¿Por qué habría de resultar beneficioso un diálogo entre hombre y mujer si no funciona siquiera el diálogo con Dios?
—Dígale a su pareja lo que quiere de ella —aconsejaba el psiquiatra.
—Pero si es que se lo digo desde que somos novios —replicaba el marido—. Que chupe y trague, que me entregue el culo, que lo hagamos con una tercera. Lo he repetido más veces que el himno nacional, y nada.
El psiquiatra pegaba una chupada a su pipa, se dirigía con cara perspicaz a la mujer y sentenciaba:
—Ahora dígale a su marido qué desea usted de la relación sexual conyugal.
A lo que la mujer detallaba:
—Que no me exija que se la chupe ni mucho menos que la trague, que ni siquiera me sugiera el sexo anal y que ni se le ocurra mirar a otra.
El psiquiatra preguntaba si existía algún tipo de negociación posible, y ambos cónyuges coincidían en que no. En ese punto el psiquiatra cobraba sus honorarios. El hombre marchaba en busca de una amante que lo satisficiera, y la mujer, en busca de un hombre al cual darle todos los gustos que le negaba a su marido. Si la esposa era particularmente atractiva, no había dudas de que el psiquiatra permanecería en estado de celo luego de haber escuchado semejante conversación, lo que podría considerarse una ventaja indirecta del diálogo, si es que el psiquiatra conseguía dónde desfogarse luego, o una desventaja si no; pero, en cualquier caso, no eran efectos del diálogo en la pareja, sino efectos en un tercero del diálogo entre una pareja, lo que sí siempre funciona: ya si lo escuchamos de casualidad, en el cine o cobrando por ello, como los farsantes profesionales que pretenden solucionar los problemas de pareja por medio del diálogo.
La excitación sexual masculina no se puede satisfacer con el diálogo, mientras que la insatisfacción sexual femenina no se puede solucionar con el diálogo. El diálogo sirve para comunicar nuestras frustraciones, no para disolverlas. Y si hay algo que los seres humanos saben hacer desde que nacen es expresar sus frustraciones: llorar, patalear, montar en cólera. Para eso no necesitamos un psiquiatra, ni siquiera una pareja. Darles a esas mismas frustraciones un cauce resolutivo y benéfico es asunto muy distinto y depende mucho más del azar que de ninguna otra condición o virtud.
En los albores del siglo XXI, los psiquiatras de pareja ya se habían forrado y las parejas ya se habían divorciado. Se hubieran divorciado de todos modos, es cierto, pero habrían conservado más bienes para dividir.
Para volver al principio, es curioso cómo el diálogo sí resulta apropiado cuando se trata del divorcio: los horarios de compañía de los niños, el dinero, la vivienda, son todos temas que no pueden ser resueltos si no es por medio del diálogo, particularmente entre abogados. Pero la terapia para la pareja que no funciona no se llama diálogo sino divorcio, una palabra triste como la verdad.