8 de marzo de 2007

Humor

Defensa del fitness

Supongamos que Pambelé tiene razón y que es mejor ser rico que pobre. Supongamos, entonces, que es mejor ser bonito que feo, flaco que gordo, y que es mejor tenerlo grande que chiquito.

Por: Jorge Franco
| Foto: Jorge Franco

Supongamos que esta filosofía es cierta y funciona, y que riqueza, belleza, delgadez y buena dotación son realmente atributos deseables. Pero, siendo así, ¿cuáles de ellos están realmente al alcance de nuestras manos? Se dice que solo hay dos formas de hacerse rico: cuando uno nace o cuando uno se casa. Como quien dice: si se tiene suerte o buen ojo. También se nace con la belleza, y con la buena dotación allá abajo.

Como quien dice: si se tiene suerte, también. El buen ojo dependerá del cirujano plástico que intentará corregir los desaciertos de la genética. Solo nos queda, entonces, una decisión que podría depender de nosotros: el peso y el volumen de nuestro cuerpo.

Aunque esta opción también se le podría dejar a la naturaleza para que ella nos vaya dando el cuerpo que nos merecemos. Sin embargo, si por la naturaleza fuera seguiríamos pareciéndonos a los hombres de las cavernas. Es gracias a que la hemos contrariado durante siglos que no nos matan el calor y el frío, que nos comunicamos sin medir distancias, que volamos y que una gripa no nos pasa al otro lado.

 Gracias a que la desafiamos es que podemos ver la evolución en nosotros, y también, por qué no, gracias a que nos afeitamos y nos cortamos el pelo. Esto no quiere decir que los barrigones, los barbudos y los de pelo largo sean menos evolucionados que quienes hemos decidido no parecernos al hombre del Neolítico. Lo que sí quiere decir es que ellos les entregaron el cuerpo a la naturaleza antes de tiempo, y que les importa un rábano los espejos y la filosofía a lo Pambelé. Lo curioso es que entre ellos se encuentra el mismo Pambelé.

Supongamos, entonces, que no se trata solo de triglicéridos, colesterol, carótidas, presión alta o baja. Ese discurso aburridor es plenamente efectivo y convincente para hacerle el quite a una bandeja de empanadas y padecer la eternidad en una máquina trotadora. Tampoco se trata de economía, pero ¿cada cuánto tiene que cambiar un gordo todo su ropero? , ¿cada cincuenta pizzas? , ¿cada cien malteadas? No se trata, de ninguna manera, de ser mejor porque no son mejores personas los delgados que los gordos, ni más inteligentes ni más talentosos. Para cada caso, y cada peso, hay ejemplos y excepciones.

Vamos reconociendo, más bien, que existe un animal desagradable, despiadado y feroz que se llama vejez. Y que ese animal nos devorará a todos, a gordos y a flacos, a ricos y a pobres, a los que lo tienen grande, mediano o chiquito. Para eso nacimos, para darle gusto a ese maldito animal.

Digámoslo, entonces, sin hipocresía y de una vez: se trata, sobre todo, de vanidad. Pero la vanidad tiene muchas caras y la que predomina no es siempre la de verse bello. La idea es verse bien. Sentirse bien. No es fácil vivir con este cascarón que nos ha tocado soportar y llevar por cuerpo. Es menos fácil después de cierta edad. El animal nos gruñe desde la esquina, próximo a atacar. Somos, además, la piel y el pelo que nos quedan, la forma de mover las manos, el ritmo al andar, somos también el cuerpo que cargamos. No basta la inteligencia y menos ahora en tiempos de la inteligencia emocional. No basta el amor hacia los otros sino que hace falta una gran dosis de amor propio.

Sin embargo, ninguna de estas justificaciones es contundente. Hay mil argumentos para refutar la decisión de hacer algo bueno por nuestros cuerpos. Pero todo se podrá refutar menos la inefable emoción de mirarse al espejo, de cuerpo entero y de perfil, y saber que si el animal va a atacar, le tocará correr un poco más si quiere alcanzarnos.

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