30 de abril de 2014

Columna

Amor de loca

Lo conocí en un set de grabación. Resultó ser el director del programa. Un hombre de 42 años, robusto, con contextura de jugador de rugby, de espaldas muy anchas, pelo largo rubio cenizo, ojos azules claros y una voz extranjera, ronca y potente como un trueno.

Por: Margarita Rosa de Francisco (@Margaritarosadf)

Yo estaba bajo una carpa que los asistentes de producción habían improvisado en la parte alta de la playa. Ya nos habían presentado la noche anterior en una reunión con todo el equipo, y me había quedado con la imagen de aquel vikingo energúmeno anunciando las tablas de la ley que regiría durante esos dos meses de grabaciones. (El amor no tiene género y SoHo se lo demuestra)

Nunca había hecho algo semejante, no se trataba de una obra dramática. Yo sería la conductora de un formato nuevo basado en una competencia de supervivencia. Por esa época estaba convaleciente de mi segunda operación de columna, y como si fuera poco había tocado fondo como víctima de la estética comercial cayendo en el patetismo de ponerme tetas postizas. Me sentía como una muñeca mal reparada a la que todavía le falta aceite en las bisagras; caminaba con un “rechanfle” en la pierna izquierda (que ya sé disimular mejor) y me estorbaban sobremanera esos pechos falsos, dos piedras ajenas al resto de mi cuerpo. 


Mientras esperaba mi llamado sudando tinta por el calor y el despiste, de repente se asoma el Astérix estrepitoso para saludarnos muy cordialmente a mí y a mi madre, quien como siempre, se ocuparía del diseño de mi vestuario. El hombre estaba sin camisa, exhibiendo voluptuosamente un abdomen abultado que no sé por qué encontré muy sensual y provocador, quizá por la comodidad con que se conducía así semidesnudo por toda la zona de rodaje, dando órdenes y gritando a sus subalternos con ínfulas de dictador. (¿Qué es mejor? ¿El amor o el sexo?)

Mi primer día de trabajo fue algo aparatoso, todo era nuevo para mí; lo que más recuerdo fue cuando el personaje me sorprendió con un “che, rubia, sos demasiado sexi para este programa y para no saber caminar”. Yo no supe si esto era un piropo o simplemente una frase desobligante, pero me quedé más confundida cuando me dijo “esta noche te espero en mi habitación para ayudarte a corregir el estilo”.

En camino por el corredor estaba más nerviosa que por la mañana. “Este señor lo que quiere es, con mucho ‘estilo’, pegarme una desplumada la macha”, pensé mientras esperaba detrás de la puerta. Me recibió recién bañado y vestido, a Dios gracias, con unos bluyines holgados, camiseta y anteojos. Yo me puse más o menos lo mismo, pues quise lucir lo menos sexi posible. Me condujo a una salita contigua y empezamos a ensayar los textos del día siguiente y, efectivamente, el tal estilo en cuanto a mi forma de presentar no era el adecuado. Mientras yo leía, clavaba los ojos en los míos tan penetrantemente que dolía. Esto me desconcentraba de tal forma que empecé a trastocar palabras y a sentirme cada vez más torpe hasta que ya no pude más y me tiré al suelo a llorar y luego a reírme. Él se desconcertó mucho, pero tuvo un buen pretexto para invitarme a un trago en el bar para que me relajara. En ese momento ya el aire flotaba fibroso, tejiendo impúdicamente esa malla mortal en la que caen dos que recién se gustan. Después del primer ron me arrojé a decirle que mis tetas eran de mentira (¡como si no fuera evidente!) y que su comentario me había dado ganas de quitármelas. Se rio tan a mandíbula batiente que detecté muchas calzas de oro y un diente incisivo también de mentira, pero yo había quedado ciega con el venenoso bebedizo enamorado, que no deja ver ni oír nada, y así ignoré hasta la humillación todas las señales que de ahí en adelante me daría para que cualquier mujer medio cuerda saliera a perderse.

De nada sirvieron los “mi amor, ten mucho cuidado con este hombre” de mi aterrorizada madre, ni las infernales explosiones de ira que manejaba este rey de las cavernas frente a todos nosotros cuando algo le disgustaba, ni su exigencia de que me sentara a su lado mientras yo no estuviera grabando, ni su mandato para que no usara más faldas cortas, ni siquiera nuestra primera pelea durante la cual me convenció de que estaba loca. (¿Cómo combinar el amor y el desempleo?)

No hace falta pasar años al lado de alguien para descubrir que la relación será un tormento. Si yo no hubiera estado loca como él mismo me lo señaló, me hubiera bastado aquel primer día para ver sin adornos a uno de los seres más funestos que han pasado por mi vida.

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