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11 de septiembre de 2015

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Mi fiesta de divorcio

Mientras miles de parejas organizan recepciones de matrimonio monumentales, otras más originales prefieren festejar que se separan. Acá, la increíble historia de un matrimonio que armó un fiestón para sellar su divorcio.

Por: Liliana Tafur

Con Víctor (Laignelet) nos casamos por lo civil, en la casa de uno de mis hermanos, en 1980. Hubo champaña y ponqué, como corresponde. Nos conocíamos desde chiquitos y, como vivíamos cerca, íbamos caminando hasta el colegio. Él estudiaba en el Liceo Cervantes y yo, en el Francés. Después de casarnos nos fuimos dos años a Nueva York, y luego a París. Víctor, que era un pintor en ascenso, tenía marchands que asumían los gastos a cambio de sus obras.

El divorcio nos cogió allá, en la capital francesa. Lo que empezó con mucho entusiasmo se fue enfriando por obra de las circunstancias. A los siete años ya llevábamos unos meses alejados. Nuestros amigos pensaban que era normal, porque Víctor andaba concentrado en su trabajo artístico, lo que lo llevaba a encerrarse en su taller en las afueras de París varios días por semana.

Yo, mientras tanto, trabajaba en el semanario Le Nouvel Observateur. A la vista de nuestros amigos, seguíamos juntos y nos invitaban a todo como pareja. Llegó el día en que hablamos inevitablemente de separación y empezamos a pensar cómo les comunicaríamos la decisión. Fue entonces cuando se nos ocurrió la idea de montar una fiesta, una fiesta de divorcio. Era la mejor manera de que supieran que nos separábamos en buenos términos, y no sintieran que tenían que escoger entre uno u otro, como si se tratara de un partido de fútbol. 

Supusimos que si una fiesta de matrimonio tiene tanto ceremonial, ¿por qué no iba a tenerlo una de divorcio en que los dos cónyuges siguen siendo buenos amigos? Así que optamos por ponerle todo el julepe. Basados en el principio de que “las cosas se deshacen como se hacen”, mandamos una invitación timbrada en la que aparecían los nombres de nuestros progenitores, aunque los pobres, acá en Colombia, poco o nada sabían de todo esto. En la esquela se leía que Fulanito y Fulanita “tienen el (dis)gusto de participar a ustedes el divorcio de sus hijos...”.

Mucha gente pensó que era una mamadera de gallo. Pero no. Organizamos la fiesta en el taller de Víctor. Era un dúplex en Saint-Denis, equidistante de la catedral donde están enterrados los reyes de Francia y de la sede del periódico comunista L’Humanité.

Invitamos a nuestros amigos, con derecho a llevar un colado por cabeza. La fiesta fue un éxito: llegó la colonia colombiana de París en pleno, más de 100 personas. Dicen que Totó la Momposina terminó rapidito una presentación para no perderse la parranda. Muchos aportaron casetes, otros desempolvaron sus discos, y la música de salsa, vallenatos y boleros no paró de sonar, mientras corrían el vino y el aguardiente. Fue una señora rumba, mucho más animada que la de matrimonio.


A las 2:00 de la madrugada estábamos en pleno baile cuando timbraron en la puerta. Era la policía para pedirnos que bajáramos el volumen porque los vecinos se estaban quejando. Durante un ratico nos portamos como europeos, pero entonces Totó empezó a cantar bajito a capela y, como era de esperarse, la fiesta se volvió a prender. Dos horas después regresaron los policías. Eran tres, uno de ellos de Martinica, departamento francés en el Caribe.

Les explicamos de qué se trataba y los invitamos a pasar. Alexandra Pineda, de quien Gabo dijo que era la periodista más linda de Colombia, les ofreció vino. El policía de Martinica se sintió como en su casa con la música tropical, de modo que él se quedó y convenció a uno de sus compañeros de que también lo hiciera, mientras que el tercero salió a patrullar. Ya con la protección y la participación de las autoridades, la rumba continuó hasta que salió el sol.
 
Por la mañana nos fuimos unos pocos —entre ellos los recién divorciados— a desenguayabar en Saint-Germain-des-Prés con café y croissants.

Nos pudimos separar tan civilizadamente porque no teníamos hijos, rencores ni plata que repartir. El acta de separación de bienes en el consulado fue un invento de derecho-ficción, porque no teníamos nada. Después, cada uno siguió su camino, aunque continuamos siendo grandes amigos. De vez en cuando nos vemos y celebramos por igual el matrimonio y el divorcio.


En cuanto a los amigos, a menudo añoran aquella rumba y se han comprometido a celebrar en París dentro de unos meses los 30 años del suceso. Algunos ya regresaron a Colombia y otros se separaron de sus parejas de entonces. Pero ninguno ha tenido el buen gusto de atravesar la puerta del divorcio con invitaciones timbradas y foforro a todo dar —con policía incluida—, como nosotros.

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