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12 de junio de 2018

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El hombre de blanco

Tom Wolfe, quien murió a los 88 años, cimentó su identidad en tres bases: su estilo narrativo, sus polémicas ideas de la cultura y una imagen propia plenamente reconocible. ¿Por qué se volvió ícono uno de los últimos dandis del oficio?

Por: William Martínez. Fotos: Getty Images

Su fórmula para enfrentar el vacío de las situaciones nuevas era parecer un marciano. Cuando visitó a un grupo de surfistas en California, cuando pasó años investigando las vidas de los primeros estadounidenses que llegaron al espacio, cuando hurgó la psiquis de los lobos de Wall Street, Tom Wolfe siempre lució de la misma manera: trajes blancos de tres piezas hechos a la medida, camisas de seda a rayas, pañuelos brillantes que asomaban del bolsillo del pecho, sombreros panamá y zapatos duotono.

Wolfe nació en Richmond, Virginia, el 2 de marzo de 1930 y murió a los 88 años el pasado 14 de mayo en Nueva York a causa de una infección pulmonar. Fue uno de los padres del movimiento Nuevo Periodismo junto a Gay Talese, Hunter Thompson, Truman Capote, Joan Didion, entre otros autores. Surgido en los años sesenta, este movimiento le robó todo lo que pudo a la ficción (la creación de atmósferas, diálogos, monólogos interiores) y a la antropología (la inmersión y teorías urbanas) para hacer mejor periodismo. Fue, en definitiva, un boicot a la robotización del oficio.

Entre 1965 y 1981, Wolfe escribió nueve libros de no ficción. Entre ellos, una pieza clásica de la contracultura: Ponche de ácido lisérgico (1968), una crónica de sus viajes con dos hippies que promovían el LSD en California. Después, en 1987, se lanzó a la novela con La hoguera de las vanidades, un retrato del poder y los excesos de la sociedad neoyorquina que lo catapultó a la fama.

Para Wolfe, tratar de encajar o de mezclarse con sus fuentes era una estupidez. Su teoría consistía en que, si un periodista se muestra ante sus personajes como una figura excéntrica o como un marciano caído del cielo, ellos intuirán que desconoce por completo su vida y su realidad social. Entonces, para ponerlo al tanto, las fuentes excavarán al fondo de sus raíces y contarán su historia con el fuego de las primeras conversaciones. El mismo interés que experimenta un campesino cuando le explica a un citadino cómo funciona su cultivo. Pero esa es la versión que Wolfe tenía sobre su apariencia, no la de sus críticos.

Buena parte de sus reportajes y novelas tratan un tema: la ansiedad de los neoyorquinos por conseguir estatus y excelencia en lo suyo. Una ansiedad forjada con la bonanza económica que arribó a Estados Unidos inesperadamente tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, una competencia que devino en nuevas identidades, nuevas máscaras, para subir de estrato o para no retroceder. Nunca antes el hombre de a pie había tenido tanto poder en sus manos. El fin de la guerra le había traído tiempo y dinero, y el tiempo y el dinero lo llevaron a treparse en diferentes vehículos para ascender: carisma o dotes intelectuales o sexo. Wolfe estuvo ahí para contar los choques. “Todo el mundo a menos de que esté en peligro de perder la vida toma decisiones basadas en el estatus”, sentenció en Vanity Fair.

"Para ser pulcro hay que vestir siempre con tonos claros. De ese modo la suciedad salta a la vista", decía citando a Mark Twain

Para Luis Menand, ensayista de The New Yorker, Wolfe, como un habitante más de Nueva York, ciudad en la que vivió durante 56 años, utilizó su look de sastrería como un disfraz. En una metrópoli donde nadie vestía como un hacendado del siglo XIX, ese estilo quizá lo hizo socialmente irremplazable en la élite cultural a la que tanto aspiraba llegar. Fue, mejor dicho, su escape al problema del estatus.

El dress code cotidiano de Wolfe le otorgó, en parte, el crédito de celebridad. Fue como un sello en la frente con el que nunca pasó desapercibido. “De lo que entendí en la conversación que tuve con él en Barcelona hace casi un lustro y de tanto leerlo y leer sobre él, creo que hay algo importante sobre su estilo ampulosamente dandi: se aseguró de que en todo momento sus personajes y fuentes supieran que estaban hablando con Tom Wolfe, con un periodista que usa las escenas que presencia y escucha para escribir textos de no ficción que serán leídos por millones”, dice, desde Santiago de Chile, Roberto Herrscher, reportero bonaerense especializado en cultura y sociedad.

“Ya decía Mark Twain que para ser pulcro había que vestir siempre con tonos claros. De ese modo, la suciedad salta a la vista”, soltaba con ironía Wolfe, quien también incorporó a su personalidad una lección de Oscar Wilde: para ser un verdadero dandi hay que pisar callos, provocar, presumir, aleccionar. Su principal arma de provocación y de estatus contra el establecimiento cultural fue crear un concepto: el Nuevo Periodismo.

“En sus libros sobre periodismo y literatura, Wolfe esgrime una teoría extrema: que su versión del periodismo narrativo no es solo comparable con la mejor literatura de ficción, sino que es mejor. Por un lado, ataca a los novelistas, poetas y dramaturgos de su generación; los acusa de estar encerrados en sus pequeños mundos mentales burgueses, autocomplacientes, de mínimas rencillas personales y búsquedas adolescentes y narcisistas. Y en comparación, presenta a los ‘nuevos periodistas’ como maestros del estilo que importan a la sociedad, porque reflejan los cambios, los grandes movimientos políticos y culturales, y porque hacen que los autores salgan de sus madrigueras para intentar capturar un mundo difícil de asir”, cuenta Herrscher.

Aunque su género narrativo predilecto era la no ficción, escribió varias novelas exitosas.  

Entre ellas La hoguera de las vanidades, que lo catapultó a la fama

Wolfe también construyó su marca con estilo narrativo, un lenguaje sobrecargado muy en sintonía con la excentricidad neoyorquina. Desde el principio de su carrera, el oído fue el sentido principal de su obra. Calcaba la oralidad de sus personajes y estructuraba su prosa como un poeta: “Prestaba suma atención a los sonidos, a la musicalidad, a la repetición machacona y juguetona, lo cual hace tan difícil de traducir sus libros”, comenta Herrscher. Para la muestra, este fragmento de Ponche de ácido lisérgico sobre jóvenes californianos sumergidos en la psicodelia: “El mundo convencional jamás lo había entendido, jamás había comprendido ese poseer una esfera, un estatus propio, ese tan solo tener diecinueve, veinte, veintiún, veintidós años, y no tener que empezar a ascender por la escalera desde abajo, desde el desamparo, entre otras cosas porque… ¡al diablo incluso con la escalera…!”.

Su pirotecnia verbal y su éxito en ventas encontraron adversarios poderosos, como los novelistas Norman Mailer, John Updike y John Irving. “Tom puede ser el fanfarrón más duro que haya tenido el mundo literario”, declaró Mailer, “pero ahora ya no nos pertenece (¡si es que alguna vez nos perteneció!). Ahora vive en el reino de los Más Vendidos: ya es un inmortal de los medios. Casó a su gran talento con el dinero, y muy pocos pueden hacer eso o permitirse hacer eso”.

Si el uso de recursos literarios en textos documentales no lo inventó Wolfe antes de él lo hicieron autores como Montaigne, Defoe, García Márquez, Walsh, ¿por qué la prensa suele rotular como pionero a uno de los últimos dandis del periodismo? “Para mí, lo que hizo Wolfe fue inventar una marca y articularla a través de una antología y de varias polémicas. Como ha dicho Robert Juan Cantavella, hizo con el Nuevo Periodismo lo que André Breton hizo con el surrealismo: pensarlo, defenderlo, promoverlo. Y venderlo”, dice desde Barcelona el escritor Jorge Carrión.

Wolfe y Clay Felker, editor en los sesenta del suplemento dominical del New York Herald Tribune, en el que el dandi firmó sus primeras piezas de periodismo narrativo, entendieron que las personas consumían historias sobre estatus porque estaban insatisfechas con el lugar que ocupaban en el mundo. La gente necesitaba conocer cómo operaba el prestigio y Wolfe y Felker lo respondieron con historias de todos los estratos.

Wolfe era satírico. Una sátira con tintes populistas por momentos. Una sátira que asociaba la aspiración con lujo y la novedad con tendencia. Wolf cayó en esas reducciones porque se sobreapegó a la superficie: la estética y los estilos del discurso. De ahí que determinara, sin argumentos sólidos, que la arquitectura de Las Vegas superaba en belleza a las catedrales góticas europeas. De ahí que calificara la arquitectura moderna como una farsa, esqueletos sin personalidad, porque los edificios ya no eran espejos del gusto de las élites ni de las instituciones. Y que eso había sido culpa de los ‘dioses blancos’, como llamaba a los europeos.

“Sin grandes egos, no hay grandes historias”, sentenciaba Wolfe. Lo que sucedió con el biógrafo de la contracultura y del poder estadounidense es que, como consecuencia del éxito, se quedó atornillado al sistema americano. Describió su aldea, no el mundo. Describió el mundo masculino, nunca la experiencia femenina. Uno de los últimos dandis del periodismo no solo apoyó a Ronald Reagan, sino que elogió a George W. Bush, defendió la invasión de Irak en 2003 y, cuando le preguntaron por Donald Trump, solo atinó a decir: “La brillantez no es un requisito indispensable para hacer política”. 

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