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11 de junio de 2015

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¿Por qué a Martín Caparrós no le gusta regatear?

Más fácil es confiar en lo que está fijado: saber, cuando uno quiere comprar algo, que va a tener que pagar, indefectible, indiscutiblemente, lo que el vendedor ha hecho imprimir en la etiqueta. Es autoritario y —por lo tanto— tranquilizador.

Por: Martín Caparrós

Después, o senhor Ata me dijo que en realidad se llamaba Atanasio y los dos intentamos ser amables; a mí no me salía. Lo intentaba, porque íbamos por unos caminitos perdidos, un poco preocupantes, donde o senhor podía hacer de mí lo que quisiera, pero no me salía. Me suele suceder: sigo sin acostumbrarme al regateo. Un rato antes, en el centro de Maputo, cuando paré su taxi, o senhor me había dicho que me iba a cobrar doscientos meticais —meticais, así se llama la plata en Mozambique— para llevarme hasta ese pueblo en las afueras. Entonces le seguí la corriente y le dije, casi un grito, ¿200?, ¿qué es, un chiste?, y él me dijo bueno, 100, y entonces yo me alejé del taxi despacio, esperando que me llamara y me pidiera 75 para decirle que ok, por 50 voy, porque había averiguado que a un local el viaje le costaría 30 o 40. Aunque también podría haber usado otra táctica: cuando él me pidió los 200 yo habría podido ofrecerle 20, y los dos habríamos entendido que terminaríamos por encontrarnos en un punto intermedio. Conozco el mecanismo, lo he jugado tanto. Sé que hay lugares donde no tengo más remedio, pero no me acostumbro: al final, si nos ponemos de acuerdo, me cuesta subirme al coche de un señor que quería cobrarme cuatro veces más; digo, en última instancia: un señor que intentaba robarme 150 meticais.

—Tranquilo, hombre, es lo que hacemos siempre.

—Siempre no siempre es bueno, ¿no? ¿O siempre justifica cualquier cosa?

Hay países —una gran mayoría de países— donde el regateo es de rigor. Cuando alguien pregunta un precio, sabe que le dirán algo disparatado y tendrá que discutir un rato: es una forma de relación, de reconocimiento, un juego social. Y también una forma de medirse y de ver, si no quién la tiene más larga, quién consigue que el otro, al final, la tenga más corta: una forma de la negociación y del enfrentamiento permanentes, un cacho de cultura.

Sus mejores cultores te dirán que lo importante es aceptar que el regateo es un arte independiente de dos factores que podrían condicionarlo: el valor del dinero en juego y la relación humana con el vendedor. Si uno empieza a preguntarse si vale la pena pasarse los próximos diez minutos de su vida tratando de conseguir una rebaja de 150 meticais —cuatro dólares— por un viaje en taxi, está perdido. Estará regateando para ganar dinero, violando toda regla. Eso lo entiendo; lo que me cuesta es ser tan deportivo como para, después, charlar como buenos vecinos con el señor que quería engañarme —vía ese dinero.

Recuerdo una escena maravillosa de La vida de Brian donde el protagonista, huyendo en un mercado, quiere comprar una máscara para escapar de los guardias que le pisan los talones e intenta pagar el precio que el vendedor le pide. Pero el vendedor le dice que no, que de ninguna manera, y lo obliga a regatear. Entonces Brian le hace una oferta bajísima y el otro le dice que es un miserable, que está jugando con la salud de sus hijos, que de ninguna manera puede aceptar eso, y así siguen un rato: la policía está cada vez más cerca. También recuerdo mi asombro una de las primeras veces, hace ya tantos años en El Cairo, cuando los vendedores callejeros, que no hablaban ningún idioma conocido, anotaban el precio de lo que yo pedía en un papelito y no me daban solo el papelito sino también el lápiz, para que yo escribiera cuánto les ofrecía.

El regateo es una forma de relación humana, demasiado humana. Dispara, demasiado a menudo, la necesidad de enfrentarse a otro y ponerse en juego, ponerse a prueba: ¿quién sabrá hacerlo mejor, quién ganará esos meticais, pesos, dinares? El regateo es, también, una supervivencia de épocas en que las normas no normalizaban todo: un espacio para la iniciativa individual, que cansa tanto. Más fácil es confiar en lo que está fijado: saber, cuando uno quiere comprar algo, que va a tener que pagar, indefectible, indiscutiblemente, lo que el vendedor ha hecho imprimir en la etiqueta. Es autoritario y —por lo tanto— tranquilizador: no hay tratos de favor, no hay que ganarse nada, no hay diferencias ni esperanzas; todos sufrimos la misma regla sin apelaciones.

Aquel viaje, al fin, fue casi agradable. O senhor Ata insistía en reírse, en contarme cosas sobre él y su pueblo y su familia. Yo estuve a punto de preguntarle si la charla estaba incluida en los 50 meticais o me la iba a cobrar extra. Es mi karma: ya sé que soy un resentido.

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