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24 de febrero de 2015

Entrevistas

En la cabeza de Juan Pablo Ángel

Después de 21 años de carrera, Juan Pablo Ángel se retiró del fútbol con marcas difíciles de igualar. Entrevista retrospectiva cargada de anécdotas, camerinos, goles y mucha gloria. #JuanPabloSeConfiesa

Por: Diego Rubio
| Foto: Alejandra Quintero

Juan Pablo Ángel no tiene pinta de futbolista, tiene pinta de modelo: gafas oscuras de aviador, camisa de cuadros ajustada, pantalones negros entubados, botines de cuero, barba perfectamente delineada, pelo encerado. Tras su retiro, hace apenas dos meses, no ha caído en la tentación de otros exjugadores que, tal vez para no olvidar tan rápido que fueron estrellas del deporte, se inclinan de entrada por las sudaderas y los tenis, mientras se empiezan a dejar crecer la panza y la papada. Ángel está tan bien puesto que uno se imagina a un tipo acartonado. Nada de eso. Es algo serio, sí. Serio pero amable. De pocas palabras, más bien. El único colombiano que ha salido goleador del torneo argentino, el que más veces marcó en las ligas de Inglaterra y Estados Unidos, siempre ha preferido que su hoja de vida futbolística hable por él: 21 años de carrera, ídolo en cuatro países, más de 300 goles. Hoy, sin embargo, a punto de cumplir 40 años, alejado de las concentraciones y los entrenamientos, está más suelto. Ya no tiene el casete del futbolista activo, para el que cualquier rival es difícil y ningún codazo se pega con mala intención. Dijo que lo primero después del retiro sería hacer el duelo, ¿cómo va ese duelo? Llegué al fútbol profesional a los 16 años, y todos los recuerdos que tengo de mi infancia son detrás de un balón. Entonces, el retiro genera algo de trauma, de pérdida, de duelo. Extraño el día a día del fútbol: el vestuario, el entrenamiento, el partido del fin de semana... ¿A qué hora se levantó el día después del retiro? A las 5:00 de la mañana, es parte de mi rutina. ¿A qué? A leer, a pensar… Estoy en paz con la decisión que tomé. Por primera vez tengo la habilidad de manejar mi tiempo. Quiero estar los fines de semana con mis hijos o irme de vacaciones cuando puedan. Después, negocios, amigos, ejercicio, fútbol, pero desde otro punto de vista... Vámonos a su infancia: no hacía más que jugar fútbol, me imagino… Fútbol de barrio. Hacíamos porterías con piedras y jugábamos con una pelota de carey que tenía un lado durísimo. Para sacarle el aire, uno lo chuzaba con un alfiler y se lo dejaba puesto. ¿Cómo aterrizó en el fútbol organizado? Por accidente, coincidió con un cambio inesperado de colegio. Yo estudiaba en Los Benedictinos, donde por temas de horarios no me permitían estar en las inferiores de ningún equipo. Nunca tuve problemas académicos, sino que era indisciplinado, y unas vacaciones me dijeron que ya no tenía cupo. Después pasé al José María Berrío. ¿Y a las inferiores de Nacional, cómo llegó? Un compañero del José María me dijo: “Usted tiene madera, vaya a una prueba conmigo”. Y yo, con 14 años, en plena adolescencia, lo dudé… pero al final le hice caso. Llegué y era una cancha con, ponele, 300 pelaos. Ponían once contra once, todos desconocidos, en partidos de 15 minutos. Yo voy, tengo la suerte de hacer un par de goles y entro a Nacional. ¿Siempre fue goleador? Uno nace con el don de estar en el lugar justo para meterla, tiene como un imán. En River, cuando alguien pateaba y parecía pelota perdida, decían: “Tranquilos, eso se desvía en alguien o pega en el palo y le queda a Juan Pablo para definir”. ¿Qué pensaba su papá de que usted fuera futbolista? Él quería que fuera médico o abogado. Si uno retrocede en el tiempo, entiende por qué. Antes, la percepción era otra. Pero cuando se dio cuenta de que era decisión tomada, me apoyó. ¿Cómo fue su primer día en un equipo profesional? Tenía nervios. Llegué al vestuario y lo primero que identifiqué fue el grupo de los más destacados: Higuita, Andrés Escobar, Barrabás Gómez… mis ídolos de juventud. Todavía tengo la foto grabada: vi a René y a Diego Osorio en un rincón, tiré la maleta ahí en el medio y me les senté. Y me decían: “Ey, pelao, ¿entonces?”. Y yo me hacía el huevón y pensaba: “De acá no me sacan”. Y me les fui metiendo como la humedad, de a poquitos. Ya en la cancha, trabajaba el doble si era necesario para sobresalir. ¿Ese esfuerzo lo valoraban los entrenadores y sus compañeros? Realmente no me interesaba si lo valoraban, pero hay una historia curiosa: una vez llegó un búlgaro al entrenamiento y me dijo: “Tú eres muy limitado en X o Y”. Y después cuestionó a cada uno de los jugadores. Yo era el más chico y, por supuesto, me molestó. ¿Hizo algo al respecto? Lo encaré después del entrenamiento. Le dije: “Criticar es muy fácil, ¿pero qué mierda va a hacer usted para que yo mejore?”. Y me dijo que podía ayudarme. Entonces le pregunté dónde vivía… Al otro día llego a tocarle a su casa a las 6:00 de la mañana, y el búlgaro no lo creía… ni los compañeros, que llegaban a la práctica a las 7:30, y yo llevaba ya una hora entrenando con el viejo. ¿Cómo se dio su debut profesional? Era 1993, el primer equipo viajó a São Paulo para un partido de la Libertadores y nos quedamos los del equipo satélite. Yo estaba haciendo goles de manera brutal en las inferiores, donde jugaba varias categorías arriba de la mía. Y en el entrenamiento previo a un viaje a Cali hago parte del equipo titular, entonces casi que asumía que iba a jugar. Tenía una ansiedad terrible. El momento había llegado. ¿Cumplió? Sí. Perdimos 3-1 con el Cali, pero hice un golazo: me dan una pelota delante de la mitad, me volteo y la meto de larga distancia. Me acuerdo de que corrí tanto celebrando ese gol que quedé muerto. Para mí era un orgullo jugar con el equipo de mis amores, del que nací hincha. De los mejores recuerdos que tengo es el de ir de la mano de mi papá al estadio. ¿Cómo celebró el título de la Libertadores del 89? Yo estaba en las inferiores e iba siempre al estadio, a la barra El Escándalo Verde. Esa fue una celebración grandísima: salimos de fiesta, a tirar harina, a tomar aguardiente, terminé hecho mierda… ¿Le gustaba la fiesta, el aguardiente? Más la fiesta que el trago. No tomaba mucho, me daba vergüenza con mi papá. ¿Vergüenza?, ¿por qué? Él se tomaba sus tragos sociales, y un día se accidentó y dijo: “No tomo más”. Eso fue un ejemplo y, por eso, me avergonzaba llegar rascado. Hoy, si acaso, me tomo una copa de vino. ¿Le tocó sacrificar fiestas y noviecitas por andar entrenando? Sí. Y en ese entonces, el fútbol era otra cosa. Ahora el futbolista tiene un estatus diferente con los pares y con las mujeres. En esa época no, yo era el tonto que quería ser futbolista. ¿Perdió algún polvo por andar jugando fútbol? Supongo… De pronto estaba con la que me gustaba y tenía que abandonar la causa por un partido. Y no era que fuera a jugar contra el Milán, no: iba a jugar a una cancha de arenilla en un barrio cualquiera. Ahora miro hacia atrás y no sé si reírme o llorar. ¿Había matoneo en el fútbol contra los más jóvenes? El fútbol es un ambiente difícil. Es un tema de aguante, de supervivencia. Y como en Nacional yo era el chico del equipo, era la presa más fácil. ¿Le tocó pelear? Golpes me di más de una vez. Un día, después de un entrenamiento, llega un jugador grandote, me tira los guayos sucios y me dice: “Límpielos, pelao”. Y yo los arrojé y le contesté: “Límpielos usted”. Entonces me iba a pegar, nos alcanzamos a revolcar, y Andrés Escobar nos separó. Estaba dispuesto a lo que fuera por hacerme respetar. ¿Lo molestaban por ser un “niño bien”, por así decirlo? Siempre. Y no estoy de acuerdo con que las cualidades futbolísticas se relacionen con una clase social. O tienes condiciones o no las tienes. Yo madrugaba, iba al colegio, salía directo a entrenar, llegaba a la casa muerto a hacer tareas… era un sacrificio que estaba dispuesto a hacer. A usted le tocó una Medellín muy violenta cuando niño, ¿qué recuerda? Soy parte de una generación de sobrevivientes. Era la época pesada del cartel de Medelllín. Recuerdo la masacre del bar Oporto... mataron a 25 personas. Yo iba a ir esa noche, pero mi papá no me dejó y me dio una putería tremenda. Él no quería que saliera simplemente porque era un día de semana. Y si él decía es blanco, es blanco. Ahí quedaron un par de amigos. Pasemos a temas más amables: un gol que no olvida… El del título del 94, contra el DIM. Marcó un antes y un después en mi carrera. Entré en el segundo tiempo por Álex Comas, que venía siendo el goleador. Yo calentaba y calentaba sin autorización del entrenador, J.J. Peláez. Me paraba y me sentaba, me paraba y me sentaba, y él se moría de la putería. Al final, creo que pensó: “O meto a este culicagado o me vuelve loco”. ¿Con quién celebró ese gol? Con la gente; con Carepa Gaviria, que en paz descanse; con Aristi, con René, que ese año había salido de la cárcel… ¿Qué significaba volver a estar con Higuita en el camerino? René era el más grande, la imagen más representativa de nuestro fútbol, todos queríamos hacer la Frutiño. Él me aconsejó, me ayudó, fue muy importante para mí. ¿Era amigo de Andrés Escobar? Andrés fue muy especial conmigo. De hecho, su recomendación fue determinante para mi llegada a la profesional. Fue un amigo, un consejero. Incluso hay un parentesco lejano ahí, de mi abuela con el padre de él, yo soy Ángel Arango Escobar. ¿Cómo se enteró de su muerte? Paradójicamente, semanas antes salió una noticia de que habían matado a René y eso me generó pánico... Pero René era René y apareció a los días. Con lo de Andrés, estoy dormido y recibo una llamada, creo que precisamente de Higuita. Me paralicé. Luego prendí el radio y las primeras palabras que oí fueron “Wembley Escobar”… un frío me recorrió todo el cuerpo. ¿Qué hizo? Me bañé con agua helada y las imágenes de él pasaban por mi cabeza. Entonces hablo con Aristi, con Chicho Serna, con René, y quedamos en encontrarnos como a las 5:00 de la mañana en las oficinas de Nacional, y de ahí para la morgue. Entré allá y me tocó ver todo. Es la imagen más impactante que he podido ver. ¿Por qué terminó adentro de la morgue? No sé, no sé. Tal vez, solo quería ratificar que era cierto… Ya siendo profesional, ¿extrañaba los picados de calle? Siempre. Extrañaba los partidos en los que se jugaba por una caja de cerveza, sin presiones, sin críticas en los diarios. Con el tiempo, dejé de ser un jugador y pasé a ser una cifra, un objeto, un producto de 18 millones de dólares. ¿Alguna puteada que todavía recuerda? La de un partido de la Libertadores, River–Once Caldas. Había tensión con el DT, porque la semana previa yo me había ido a casar sin su permiso, pero me hizo entrar. Y apenas piso el césped, me tiran una pelota larga, defino y no me doy cuenta de que estaba en fuera de lugar. Era tal el ruido que no oí el pito. Y listo, amarilla por botar la pelota. Y el arquero, Henao, se la da al lateral, yo salgo detrás, me tiro en plancha y falta… tenga, segunda amarilla y roja. Tenía que caminar toda la cancha para salir. Sentía que el estadio se caía puteándome. Se quería morir… Eso no es lo peor. De pronto, uno de los directivos, que no me vio, dijo: “Este colombiano se ganó el tiquete de regreso”. Y hacé de cuenta que me hubieran pegado una puñalada en la espalda. Me fui a las duchas y me emperré a llorar. Pero no se fue de River después de ese partido… Ahí no termina la historia. Esa noche me llama mi representante para que nos reunamos con el presidente de River. Intuí que algo malo pasaba. Llegué al otro día y el presidente, Alfredo Davicce, me dice con un vozarrón: “Juan, todavía tenés ofertas en España…”. Yo ni lo oía, hice un bloqueo, solo recuerdo que me dijo: “¿Hacemos la negociación?”. Y le respondí: “Mire, don Alfredo, yo aquí juego gratis, pero me voy aplaudido, se lo prometo”. Y me paré y me fui. Al final, salí con el Monumental ovacionándome. Usted adoraba esa camiseta… Muchísimo. Cuando me contrataron, tenía dos opciones: ir al Celta de Vigo, en España, con contrato a cinco años, con estabilidad económica… La otra era River, con préstamo a seis meses, por mucha menos plata, con una presión bárbara… Y me quedé con River. Tal vez fue una de esas estupideces que uno hace de joven y que resultan brillantes. ¿De dónde viene ese amor por River? La revista semanal El Gráfico llegaba una vez al mes a Medellín y yo la coleccionaba. Ahí hablaban de ese River exitoso de los ochenta, el del Beto Alonso, el de Fillol. Después fui a un torneo juvenil a Argentina y sentí lo que era River, la pasión, y terminé de enamorarme del país y del equipo. Estando con Nacional, jugó contra River en la Libertadores… Y les hice gol. Me acuerdo de que, en un entrenamiento en Buenos Aires, estábamos trotando con Lucho Perea, el central de la selección, y le solté: “Te digo, yo voy a jugar en River”. Y me respondió: “Ansiedad —porque así me decían— dejá la lora”. A todas estas, ¿cómo se dio su paso a River? En un preolímpico, mi representante se reunió con Marcelo Salas y conmigo. La idea era que él fuera a Boca y yo, a River. Pero Bilardo, director deportivo de Boca, dijo que un chileno nunca había triunfado allá y que no lo quería. Entonces lo mandan a él a River y dejan al colombiano por fuera. Después, cuando por fin me iban a comprar, yo dije: “No firmo nada hasta que vengan acá a Medellín, no vuelvo a pasar por esas”. ¿Cómo es ponerse la 9 de River, la de monstruos como Francescoli o el mismísimo Di Stéfano? Eso fue una coincidencia: yo empecé con la 22, pero cuando Francescoli se retiró, dijo en una rueda de prensa: “Para mí, el colombiano debe usar la 9”. Fue un honor, pero menuda presión la que me metió. Al final salió bien: fuimos campeones y salí goleador de ese torneo. ¿De dónde viene la celebración de un par de golpes en el pecho y después las manos en alto? Precisamente de cuando me dieron la 9. Era decir “acá estoy”, “no me queda grande”.

Lea más sobre la Edición de los Placeres Culposos aquí ¿Cómo era el vestuario? Era un vestuario exitoso, difícil, pero me recibieron bien. Y yo estaba más curtido. A veces bajaban los hinchas a apretarnos. Me sorprendió el poder que tenían las barras. Muchas veces ganábamos, pero nos exigían que jugáramos con finura, con elegancia… ese es el ADN de River, allá no basta con ganar y jugar bien, había que destacarse. ¿Qué hacían ustedes cuando los apretaban? Aprendí de los veteranos el manejo de los barras. Alguna vez, el Mono Burgos le dijo a uno: “¿Vos te creés más hincha que yo?, ¿porque te ponés en pedo y gritás tres canciones creés que sentís más esta camiseta, pendejo? ¿Cómo se vivía un clásico? Nada se asemeja a un Boca–River. Sea en el estadio de River o en el de Boca, el vestuario literalmente tiembla, se mece mientras uno se cambia. Es una presión absurda. ¿Qué les decían los hinchas en la calle? La gente te hace entender de inmediato la responsabilidad. Recuerdo un clásico de verano que perdimos en Mar del Plata. Yo recién llegaba a la Argentina, no estaba bien físicamente y pensaba que esos partidos eran amistosos. A los pocos días, fui a la oficina de inmigración a registrarme, y estoy entrando a un ascensor repleto cuando una señora como de 60 años que estaba trapeando me suelta: “Colombiano, la reputa madre que te parió, devolvete a tu país, puto, a los bosteros hay que ganarles siempre”. Y yo no sabía qué hacer, era como si mi abuela me puteara. ¿Recuerda algún clásico en especial? En el que le hice un gol a Óscar Córdoba desde fuera del área. En River hay que hacer algo extraordinario para ganarse a la gente, y yo ese día dejé mi nombre grabado en el partido más importante. Hice el 2-0 y estallé de júbilo, porque nos estaban presionando y con ese gol liquidamos el partido. En las fotos de la celebración, mi cara se ve completamente desencajada. Y voy y me arrodillo en la pista atlética del Monumental y me corto con el cascajo, pero no sentí nada, me di cuenta al final. La historia se repitió, pero al contrario, con River le hizo un gol a Nacional… Tenía mucha expectativa del recibimiento en Medellín, y me ovacionaron. En ese contexto, el central Samuel Vanegas trata de hacerme un taco y le digo: “Mirá la gente cómo está, tratá de jugar simple”. Y me responde alguna barbaridad. La siguiente jugada lo presiono, hace lo mismo y le robo el balón. Entonces voy por la línea, pero levanto la cabeza y veo que no hay quién termine la jugada. E inmediatamente veo al arquero, Calero, que intuye que voy a centrar y cambio la decisión: le defino al primer palo. Hubo un silencio profundo seguido de un aplauso. A usted, a Javier Saviola y a Pablo Aimar los bautizaron “los tres fantásticos”, ¿cómo se dio un entendimiento tan natural dentro de la cancha? Estábamos en un semestre de transición después de la ida de Francescoli y de Salas. En un entreno en el Monumental, suben a unos chicos de las inferiores, entre ellos Saviola. Entonces, el entrenador, Ramón Díaz, no sé si por coincidencia o porque es muy inteligente, nos pone a los tres a jugar en espacio reducido. Fue absurdo, hicimos clic: taca-taca-taca, no paramos de tocarla. Lo de Saviola era impresionante, 15 años y lo sabía todo, nunca vi algo así. El partido siguiente, en Jujuy, jugamos juntos y fue un baile… ¿Es consciente de que es el único colombiano que ha sido goleador en Argentina? No tanto. No sé si es humildad, pero no me la creí nunca. Eso sí, me enorgullece, porque fue en una época de delanteros importantísimos, como Palermo, Calderón, el Beto Acosta... Después de tantos éxitos, ¿por qué terminó en el Aston Villa y no en un equipo más grande? Tuve otras ofertas, pero no cuajaron. En ese momento uno le apuntaba a la liga italiana, era la más importante. Incluso estuvimos en clases de italiano con mi señora. Pero llegó el Parma y, cuando todo estaba listo, me dijeron que me prestarían mientras se abría un cupo de extranjero. Después pasó lo mismo con la Lazio. Y yo decía que no, que no soy plato de segunda mano. Ahí apareció el Villa. A los dos años, tanto el Parma como la Lazio se quebraron y a muchos jugadores quedaron debiéndoles plata. Son de esas historias que uno no entiende por qué, pero salen bien al final. ¿Conocía el equipo, el Aston Villa? La Premier no era lo que es hoy. Conocía al Liverpool, al Manchester, al Arsenal, y al Newcastle, porque Asprilla había jugado allá. Pero avanzó la negociación, aceptaron las condiciones y un día con mi esposa vemos en internet unas fotos divinas de Birmingham, la ciudad del Villa, con un sol espectacular, jardines florecidos, y decimos: “Qué va, vámonos”. Pero Birmingham debe ser helada… No solo era el frío. Llego un 8 de enero a una ciudad donde oscurecía temprano, donde todo cerraba a las 3:00 de la tarde, mi hijo recién nacido, Gerónimo, no podía viajar, se había quedado con la mamá en el verano hermoso de Buenos Aires. Para completar, yo no hablaba una gota de inglés. ¿Fue un aterrizaje forzoso? Sí. Los clubes no estaban preparados para recibir jugadores de estas latitudes. Había europeos, escandinavos, que vienen del mismo frío y conocen el idioma. Además, llego con unas expectativas altísimas, porque era la contratación más cara de la historia del equipo. Era como el salvador de un club histórico, pero de mitad de tabla. ¿Cómo fue el recibimiento? Llegué y me llevaron de una a la cancha, porque había partido con Liverpool. Yo ni siquiera había firmado contrato. Y me siento con el presidente y veo el marcador: 3–0 en contra en el primer tiempo. Y yo, “puta, ¿dónde me metí?”. En el medio tiempo, el presidente me agarra de la mano, me hace bajar las escaleras y me dice algo en inglés, pero no le entiendo. De repente, estoy en la mitad de la cancha, con el estadio a reventar, y me están presentando. Y me volteo y veo gente con alas de ángel en la tribuna y me doy cuenta de que no podía echarme para atrás. El arranque, sin embargo, no fue el mejor para usted, ¿por qué? Mi familia aterriza 22 días después del nacimiento de Gerónimo y a mi señora le da una pancreatitis severa. Entonces, tenía que rendir aunque ella se estuviera muriendo. Estaba conmocionado. ¿Cómo se comportó el club? Hubo un incidente aburridor: una vez, el presidente dijo que le importaba un carajo lo de mi esposa, que yo tenía era que hacer goles, que había costado mucho. Me enteré y ese señor dejó de existir para mí. Al final del campeonato hice un gol muy importante, porque hizo descender a nuestro rival regional, al Coventry. Eso pagó el semestre. Y me le metí al viejo a la oficina y le dije: “Le voy a demostrar que valgo cada peso que pagó por mí y después me voy de acá”. Me terminé quedando, pero creo que nadie le había hablado así... Los goles se hicieron esperar, pero llegaron… La siguiente temporada fue magnífica. A uno allá le exigen como delantero “double digits”, hacer mínimo diez goles, y yo lo logré, incluso llegué a hacer más de 20 en una temporada, récord que estuvo vigente hasta hace un par de años. Y hacer goles en ese equipo no era tarea fácil. Uno veía las nóminas y la capacidad económica de los equipos grandes y no había comparación. Nosotros gastábamos 15 millones de libras por temporada; los otros, 150. Imposible competir. ¿Era muy diferente el camerino al de River o al de Nacional? El día que debuté, contra Manchester United, al final del partido vi pizza y cerveza en el vestuario, y pensaba: “Nos van a matar los hinchas”. Pero la inclusión en la liga de técnicos extranjeros como Mourinho, Ranieri, Benítez o Wegner empezó a cambiar la mentalidad. Pasamos de pizza y cerveza a la ciencia y la tecnología. Lo físico tenía un papel determinante. ¿Cómo se vive un vestuario en el que uno no entiende el idioma del técnico? El entrenador hablaba, mi nombre estaba en el tablero, y yo, perdido… pero cuando me preguntaba “¿Ok?”, yo le respondía “Ok”. Terminé hablando inglés por necesidad. ¿No le pusieron un profesor? Nada. En una época había un traductor, pero solo iba a la clínica y a las charlas técnicas. Me explicaba lo que el entrenador quería que yo hiciera y se salía. Por mi caso, el club montó un departamento de atención a jugadores extranjeros. Allá se juega hasta el primero de enero, ¿no le dio muy duro? Era muy triste. Ese primer año íbamos a jugar en Sunderland, tocaba pasar las 12:00 en un castillo helado, solo en la habitación. Entonces le dije al entrenador que mi religión me prohibía estar concentrado un 31 de diciembre, pero le importó un carajo. “Fuck your religion”, me respondió. Van der Sar le tapó dos penales en un partido… Esas cosas pasan. La noche anterior había peleado con el entrenador, porque no estaba de acuerdo con la formación. Y en el primer penalti, él da la orden de que no lo patee, y yo de cabezadura agarro el balón y lo erro. Y el segundo, igual. Después, una putería tremenda. Contra el Tottenham hizo gol y autogol… También pasa. Empezamos perdiendo con un autogolazo mío de cabeza. Después empaté, también de cabeza. Ese partido quedó: Juan Pablo Ángel 1, Juan Pablo Ángel 1. Después vino la MLS, ¿por qué se fue a una liga que no tenía ningún prestigio? Ya tenía dos hijos y quería tener más tiempo con ellos. En Inglaterra eso era muy difícil por la cantidad de partidos. Y coincidió con un momento específico de la MLS: apareció una figura nueva, la de “jugador designado”, que no hace parte del tope salarial, y en ese primer paquete entramos Beckham, Cuauhtémoc Blanco y yo. Y a mis 31 años, máximo pasaría a un club de la misma categoría del Villa, y seguramente en una ciudad menos agradable que Nueva York. ¿No considera que fue un retroceso en su carrera? Probablemente. Era renunciar a mi carrera internacional, a la selección. Pero me negué a mirar hacia atrás. Allá lo dirigió Juan Carlos Osorio… Lo conocía desde Inglaterra. Luego, cuando él va a dirigir el Chicago Fire, yo lo recomiendo para los Red Bulls y lo contratan. Es el mejor DT que tuve. Tiene la habilidad de replicar en el entrenamiento acciones reales de juego, logra que el jugador tenga casi que una foto del partido. Finalmente, es la cabeza de uno de los clubes más exitosos de nuestra historia. Después de Nueva York, pasa al L.A. Galaxy y a Chivas USA, ¿por qué no logró brillar allá? Esa última etapa fue más el deseo de la liga de que yo siguiera en ella… Y ahí apareció lo de Nacional. Era muy riesgoso tocar una historia que ya estaba escrita, pero me la jugué. Se dice que pasó de ganar 300 millones a 30, ¿es verdad? Sí es cierto que lo importante no era el salario, pero no creás todo lo que dicen... ¿Disfrutó su vuelta a Nacional así jugara poco? Tremendamente. Me costó adaptarme al proceso de rotación de jugadores, como a todos, pero también entendía mi rol, y puse al equipo por delante del ego. ¿Tiene bronca con Osorio porque no lo metió en su último partido? Finalmente, era contra su River, en su Monumental, en la final de la Suramericana, con homenaje previo para usted… Para Juan Carlos, solo agradecimiento. ¿Que si me hubiera gustado jugar más el último semestre? Por supuesto. ¿Que si me hubiera gustado jugar en el Monumental? También. Pero la realidad es que, como jugó el equipo ese día, no hubiera sido nada bueno para mí. ¿Su mayor frustración fue no ir a un Mundial? Creo que sí. Nosotros hicimos parte de una etapa necesaria, fuimos el sánduche de las generaciones del Pibe y de James. Además, hubo una serie de circunstancias negativas, y se aprendió tanto de ellas que eso permitió llegar a este punto. ¿Qué circunstancias? Malas administraciones, mala planificación, proyectos inconclusos… Y cuando uno mira el grupo, tampoco éramos tan destacados como esta generación. Todos tenemos un pedacito de ese bizcocho. ¿El fútbol le dejó cicatrices, en sentido literal? Tengo una cortada en la pierna que me hizo el Ratón Ayala en unas eliminatorias: me puso encima unos tapones afilados saltando a cabecear. Otra vez, le agarré la camiseta a Ferdinand, el defensa del Manchester, pero salió con tanta fuerza que se me salió el dedo. Y otra, en México, me pegué en la cabeza contra un rival y me levanté en el hospital. ¿Alguna vez se le salió la piedra y fue a romper a alguien? A romper no, pero sí golpeé. Lo que pasa es que en el último tiempo, con la tecnología, uno se exponía a sanciones al otro día. Antes no. Antes estábamos pendientes del juez de línea y, cuando no miraba, tenga. En un partido contra el Pereira, un jugador me escupió, y esa era una ofensa tremenda. Después saltamos y le rompí la ceja. Recibía y daba, pero nunca me escondía. Un defensa impasable… El holandés del Manchester United Jaap Stam. Ganaba por arriba, por abajo… no pude superarlo nunca. Terminó suspendido por doping. Yo sí decía que ese hijueputa no era normal. El jugador más indisciplinado que conoció… Hay cosas que morirán en un vestuario, pero esta la dejo en el aire: un jugador muy conocido había entrado a una mujer al hotel. Y el entrenador de la selección decía: “¡¨Lo voy a echar!”, y yo le decía: “No, mejor que renuncie, porque él tiene una familia y las consecuencias serían personales”. ¿Qué piensa un delantero cuando está solo frente al arquero? Ramón Díaz, que fue atacante, me decía: “Mientras más pensás, más difícil definir”. Casi que lo mecanizas: ves la posición del arquero, acomodás el pie al perfil más claro y elegís un palo… ¿Qué otros consejos le daba Ramón Díaz? Me decía: “Mañana, si el gol no lo hiciste vos, al menos quiero que aparezcás en la foto, tenés que estar ahí”. Hablemos de su familia: circulan unos videos de su segundo hijo, Tomás, gambeteando con una facilidad… ¿Cómo se educa a un niño que los medios comparan con Messi desde los 8 años? Ese es el peligro y el beneficio de las redes sociales, la exposición. Él tendrá que aprender a manejar el elogio y la crítica. No pienso en que sea profesional, pero fantástico si decide serlo. Su hijo mayor, Gerónimo, apareció en La voz kids, y fue elogiado pero también criticado... Lo mismo. Prefiero que las críticas sean conmigo, porque tengo la piel para manejarlo. Pero no hago mucho drama, estoy para apoyarlos, creo que todo esto formará su carácter. ¿Le gusta la fama? No digo que no, pero nunca la busqué. No me molesta que me reconozcan, aprecio el cariño de la gente. ¿Es vanidoso? Un poco. Me gusta cuidar la apariencia. Trato de comer sano, de vestirme bien, de tener una expresión saludable. Bueno, ahora sí: ¿A qué carajos se va a dedicar? Me gustaría seguir relacionado con el fútbol. ¿Técnico, directivo o comentarista? Todas son opciones. He hecho cursos de DT, la parte administrativa me gusta, he comentado… ¿A qué hora se va a levantar mañana? A las 5:00 de la mañana, como siempre. ¿A qué? A leer, a pensar, a estar con mis hijos, a manejar mi tiempo, a seguir extrañando el fútbol…

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