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24 de septiembre de 2018

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Pobre Trump

El presidente de Estados Unidos está a punto de ser enjuiciado por unos polvos que se echó hace 12 años. Que sería bueno que se cayera, no hay duda, pero no por eso.

Por: Tomás Albayzín / Especial para SoHo Foto: Getty Images

¿Sabe usted lo que significa la palabra impeachment? Es el término para definir el juicio que se le puede hacer a un presidente en Estados Unidos cuando se considera que no es digno de su cargo. Este proceso se lleva a cabo en el Senado de ese país, y si la mayoría de los congresistas vota en contra del primer mandatario, pierde su cargo.

Es muy probable que a comienzos del año entrante Donald Trump sea sometido a uno. Y la razón serían los pagos que les hizo a dos mujeres para que no contaran las aventuras sexuales que tuvieron con él. Una de ellas es la actriz porno Stormy Daniels y la otra la playmate de 1998, Karen McDougal. Teniendo en cuenta que la Presidencia de Estados Unidos es el cargo más poderoso del mundo, suena desproporcionado el castigo, pero en esas está Trump en este momento.

Aún hilando muy delgado hay que llegar a la conclusión de que el pobre Donald, si bien no es inocente del todo, sí tiene cómo demostrar que no es tan culpable como se le achaca. Es el típico cazador cazado con el que la historia no se compadece. En el fondo no es más que un infiel traicionado, de esos que andan en pena por el mundo sin que nadie los comprenda.

¿Exactamente de qué lo culpan? En realidad solamente de unos polvos de hace muchos años. Polvos con dos mujeres de esos que son frecuentes en la vida de los maridos putos y que ellos justifican con la frase de García Márquez: “Polvo que no echas, polvo que pierdes para siempre”.

¿Y qué tiene que ver eso con la Presidencia de Estados Unidos? Esa pregunta es difícil de contestar. Para comenzar, los encuentros tuvieron lugar en 2006. Con Stormy Daniels parece que fue solo una noche. Ella se le apareció en algún hoyo de los 18 del campo de golf del lago Tahoe, en un torneo de caridad. Trump, bragueta rápida por excelencia, dejó tirados los demás palos para entregarse a la fantasía del placer con una actriz porno, una de esas que todos los maridos ven en sus computadores a escondidas de sus esposas.

¿Cómo le fue con Stormy? No lo sabemos, pero sí sabemos cómo le fue a ella. Según sus propias declaraciones, no le pareció nada especial. El adjetivo que usó para describirlo fue “muy convencional”. Como los malabares que hace Stormy en sus películas no son nada convencionales, de pronto el magnate fue juzgado bajo un rasero muy exigente. Otro dato que proporcionó la actriz es que no hubo protección. En otras palabras, que ni siquiera se tomó la molestia de usar un condón.

Ese detalle, que ha sido publicado en todas partes, no le debió haber gustado mucho a Melania. La pobre primera dama ha tenido que ir descubriendo día a día la infidelidad de su marido 12 años después de los hechos. La fecha de esas aventuras sexuales es mala para la armonía conyugal, pues Barron, el hijo de ambos, había nacido solo tres meses antes. Como escribió Héctor Abad Faciolince en una reciente columna en El Espectador: “¿Qué se dirán por las noches, si tienen noches juntos, Donald y Melania Trump?”.

Reconozcamos que en todo esto hay algo de injusticia. Como simple ejercicio, ¿recuerda usted, estimado lector, qué polvo se echó en 2006? ¿No recuerda? Yo tampoco. Ni siquiera me acuerdo cuál país ganó el Mundial de Alemania en ese año. Y si eso soy yo, un pobretón buen marido, cómo será Trump con la fama que tiene, su jet privado y sus 5000 millones de dólares.

La casquivana Stormy, consciente de esa fortuna, al ver que el magnate se convirtió en candidato presidencial, decidió extorsionarlo: o le pagaban una plata o le contaba al mundo su noche de pasión con el futuro mandatario. Trump recurrió a Michael Cohen, su abogado, hombre de confianza que sabía todos sus secretos. Se firmó entonces un acuerdo de confidencialidad con la actriz por 130.000 dólares. Sin embargo, por alguna razón, la prensa se enteró y desde ese momento no se habla de otra cosa.

El segundo polvo... Perdón, el segundo caso, se llama Karen McDougal. Menos voluptuosa que Stormy y bastante más refinada. En resumen, una conejita Playboy dispuesta a escalar. Su relación con Trump tuvo lugar en la misma época, mientras Melania amamantaba al heredero de la corona. Andaba pues en celo el macho millonario, sin medir las consecuencias. Karen también ha dicho que Trump lo hacía “sin protección”, lo que demuestra que los millonarios están acostumbrados a correr riesgos a cambio de grandes beneficios.

A Trump se le puede acusar de esas aventuras, pero tampoco se podía esperar que fuera adivino. Es decir, el que se acostaba con esas mujeres no era candidato ni precandidato ni tampoco tenía la más remota posibilidad de llegar a la Casa Blanca. Ya metido en la carrera a la Presidencia, y triunfando contra todos los pronósticos, es cuando las dos mujeres del mundo triple X se dan cuenta de que están sentadas en una mina de oro. Y vienen los disparos de 130.000 dólares de Stormy y de los 150.000 dólares de Karen (que confirman ciertas diferencias entre las dos). A la primera la atendió y la convenció Michael Cohen, el abogado aquel en el que Trump depositó su confianza. Cohen, el hombre que sabía demasiado, negociando con la justicia decidió contarlo todo.

De comprar el silencio de Karen McDougal se encargó un tabloide sensacionalista, el National Enquirer. Michael Pecker, el dueño de ese medio, íntimo amigo de Trump, accedió a hacerle un gran favor: comprar por 150.000 dólares la historia de la conejita. Le hizo creer que se iba a publicar, pero tan pronto la tuvo la engavetó. Como el contrato era para una “exclusiva”, ella, después de recibir la plata, no podía ni quejarse ni contarle la historia a alguien más. Pecker, quien había girado el cheque, fue reembolsado por su amigo el presidente. El problema es que, al igual que el abogado Michael Cohen, Pecker también cayó en manos de la justicia estadounidense y para no ir a la cárcel se comprometió a contar todos los detalles secretos de esa negociación.

Mejor dicho, el presidente de Estados Unidos está contra la pared. Su abogado de toda la vida y su mejor amigo están cantando para salvarse a costa suya.

¿Alguien dijo traición? Sí, pero a todos los niveles: Trump traicionó a su esposa. Y a él lo traicionaron no solo Stormy y Karen, sino también sus hombres de confianza.

Kennedy y Clinton eran igual o más infieles. A este último casi lo tumban, pero el primero pasó invicto.

¿Se merece Trump su suerte? Sin duda, al menos en su matrimonio, por puto. Pero el impeachment es una soberana exageración. Si fuera por ese tipo de debilidades, más de una docena de presidentes de los Estados Unidos habrían dimitido. George Washington y Thomas Jefferson tuvieron relaciones con esclavas que, en el caso del segundo (está comprobado), dejaron hijos. Warren Harding tuvo no solo una sino dos amantes, e incluso un hijo con la segunda de ellas. Y los estadounidenses aún hablan con pasión sobre el romance de Franklin D. Roosevelt con su secretaria Lucy Mercer, quien después de 30 años de amantazgo estaba sola con él en el momento de su muerte.

Y qué decir de John F. Kennedy, quien en una cumbre internacional le dijo al primer ministro inglés Harold Macmillan: “Tengo el problema de que si no hago el amor todos los días me duele la cabeza”. Kennedy tuvo más amantes que Casanova, hacía orgías en la piscina de la Casa Blanca cuando Jackie viajaba. Compartía con los capos de la mafia mujeres que le presentaba Frank Sinatra, pero tuvo la suerte de que en esa época la prensa y los medios de comunicación en general tenían el código de respetar la vida privada. Por eso, a pesar de que todos los periodistas sabían de sus andanzas, nunca se publicó una sola línea.

Ese privilegio no lo tuvo Clinton. Después de los años ochenta las normas del juego cambiaron y ahora es legítimo buscar todo y publicarlo. De ahí que el escándalo con Mónica Lewinsky casi lo tumba. Fue el segundo presidente en 200 años en ser objeto de un impeachment. En su caso fue por perjurio, pues bajo juramento había dicho la frase “nunca tuve relaciones sexuales con esa mujer”. Curiosamente, si por relaciones sexuales se entiende penetración, no mintió. Con Lewinsky lo único que hubo fue sexo oral. Ella nunca entendió por qué no le tocó el gustico. Y la explicación que el entonces presidente le daba era que no podía hacerlo por respeto a Hillary. Para los observadores esa podía ser una coartada para evitar el riesgo de que ella quedara embarazada. Al fin y al cabo solo tenía 22 años.

Todos esos detalles quedaron consignados ante la justicia en un informe que se llamó The Starr Report, por cuenta del fiscal del caso Kenneth Starr. Este amenazó a Lewinsky con encarcelarla si no contaba todo, y ella, ingenua, contó demasiado. Incluso el detalle de que un día Clinton le metió un tabaco en la vagina antes de fumárselo. A pesar eso, el presidente ganó el juicio. La mayoría del Congreso que lo juzgó era demócrata y, con cierta razón, consideró que el líder de la primera potencia mundial no podía caerse por unas mamadas.

No se sabe si Trump tendrá la misma suerte. A Clinton lo quería todo el mundo, a Trump lo odia todo el mundo. Los medios de comunicación, a quienes ha atacado desde su posesión, están cargados de tigre. Y el Congreso que tendría que juzgarlo, hoy de mayoría republicana, puede cambiar de composición después de las elecciones del año entrante. Si los demócratas suben en 2019, cualquier cosa puede pasar.

Trump no está acusado de perjurio como Clinton, sino de violación de las leyes electorales. En los meses anteriores a una elección está prohibido hacer cualquier pago, cuyo propósito sea influir en el resultado de la misma. Seguramente, cuando se hicieron los pagos a esas mujeres el entonces candidato solo estaba pensando que le tocaba silenciarlas para evitar un escándalo. Pero como ese escándalo tendría repercusiones en el número de votos de la elección presidencial, la violación de la norma no podía ser más clara. Por esa razón el presidente de Estados Unidos está hoy muy preocupado.

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