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28 de septiembre de 2018

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Campeón de nalgadas

El 8 del mes 8 es el día internacional del "spanking" (nalgadas), todo porque si se gira este número dará la forma del culo. ¿Se ha imaginado cómo es un torneo de este fetiche sexual? Alrededor del mundo se realizan cientos ese día, y SoHo estuvo en la tercera versión del que se celebra en Medellín.

Por: Juan de Frono. Fotografía: MikeyGen73, Getty Images / Archivo particular
| Foto: Getty

Suetonio

Suetonio no es un nombre real. Así se llamó un historiador romano en épocas de los emperadores Trajano y Adriano, hace casi 2000 años. Pero aquí, en este instante, no es un nombre real. Es el seudónimo que M., un abogado de 28 años, trigueño, 1,80, con rasgos afro, miope, ligeramente encorvado, usa en el mundo del BDSM (bondage, dominación, sadismo-sumisión y masoquismo).

Es el segundo sábado de agosto, el día de La Transnalgada, el tercer torneo de nalgadas que se realiza en Medellín. Suetonio se levanta a las siete. Lo primero que hace, como todos los gafufos del mundo, es buscar sus lentes y ponérselos. Ahora es M. En su casa, un segundo piso en el barrio Niquía, en el municipo de Bello, a nada de Medellín. Su madre lo llama M. y a su celular llegan mensajes dirigidos a M.

M. lo ignora ahora, pero en la noche, convertido en Suetonio, ganará el torneo y recibirá una medalla explícitamente ilustrada: la palma de una mano grabada en la nalga izquierda de un personaje en cuatro. Una foto quedará como prueba: él, medio desnudo, levantado en brazos por otro, como un verdadero campeón. Sonriendo.

Nadie

—Es fácil —me dice Óscar David al otro lado del teléfono—. Te compras una camisilla de malla y unos boxers transparentes.

Son las cinco de la tarde. Sobre Medellín se extiende un sol duro, brillante y hermoso como la piel de un cocodrilo tensada y abierta desde una montaña a la otra. Desde hace una hora busco el atuendo para ir a la fiesta a la que Óscar David Tamayo, un hombre de 42, moña permanente sobre la cabeza y corte al rape a los lados, me ha invitado. La cita es en La Licuadora, el lugar que él creó en febrero de 2016 y que gestiona con una pasión parecida a un tornado. Es “un espacio cultural independiente orientado a promover expresiones musicales, artísticas o eróticas”, se lee en la página de Facebook.

Solo hemos hablado por teléfono. En cada conversación sus palabras se atropellan unas con otras, como animales salvajes sueltos en un cuarto pequeño. En uno de esos intercambios acelerados me contó que agosto es el mes internacional del spanking (nalgadas). Con exactitud, el día 8 del mes 8 porque este número puesto en forma horizontal son dos nalgas acogedoras y perfectas. Y por esta celebración Óscar decidió, desde hace tres años, realizar un torneo local de nalgadas, con un podio como el de cualquier evento deportivo: oro, plata y bronce.

Para entrar a La Transnalgada, como se llama el torneo en 2018 (por un show transexual al final), debía cumplir con la norma de vestuario. Algo que remitiera al BDSM. En otras palabras: cuero, látex, taches, transparencia. Sobre todo cuero, en eso pensé cuando Óscar me lo dijo.

En una tienda veo una cadena y un collar de perro que me parecen ideales. Uno de mis grandes amigos, Jorge, me acompaña y me ayuda a sujetar el collar en la parte de atrás, por lo que varios vendedores se miran entre sí. No es perfecto. Es mucho más. Con sus tres hileras de apliques de chuzos plateados comienza a darme una idea del hombre que seré en pocas horas.

Cuando Jorge se va, aprovecho para caminar por el centro. En un momento me siento a esperar a que regrese la vendedora de una tienda de sexo. El vigilante del pasaje comercial me dice que con seguridad solo cerró unos minutos, por lo que volverá. Por la ventana veo y reparo en la máscara negra que quiero: orejas de felino, ojos de felino, forma de felino.

Después de media hora la mujer que debe llegar no llega. A las seis solo tengo el collar y la correa de perro. No me queda más tiempo. Doy vueltas y en el patio interior de un antiguo club convertido en centro comercial un maniquí sin cabeza ni brazos ni piernas luce una camisilla negra de malla. Es perfecta para el collar y la correa, pero tendré que inventarme algo para abajo. Me la llevo. En la tienda hay otro cliente que me mira y, como si tuviera una parecida o me hubiera visto dentro del vestier, me dice:

—Esa es muy bonita.

No es lo que pienso. Más que bonita, en este instante, es adecuada. Pero la belleza, como ya se sabe, es relativa.

Suetonio

Suetonio habla de ‘usted’. Y habla poco. Aprovecha el sábado para avanzar en un trabajo escrito que debe entregar. Por el momento no ejerce el derecho (“está difícil”), por lo que se dedica a escribir lo que otros no pueden o no desean (ensayos para colegiales y universitarios). Mientras comienza el día piensa en los azotes de la noche. Se entrena. En otras palabras, se concentra y prepara la mente para las nalgadas.

—Todo es una cuestión mental —dice.

Todo. Por ejemplo, M. ignoraba que Suetonio se escondía en el fondo de su cerebro. M. vivió la adolescencia y la exploración de la sexualidad sin mayores contratiempos. Pero a los 19, cuando intercambió por primera vez su cuerpo y jadeos con una mujer —mayor que él—, algo se iluminó, se abrió en su mente.

—El encuentro me pareció muy rudo y violento. Al mismo tiempo me gustó y me disgustó. Y me puse a averiguar en libros e internet y di con el asunto del BDSM.

Nadie

Mientras el Uber que me trajo se aleja, me acerco a la puerta del edificio y, antes de tocar, saco el collar de un bolsillo y me lo pongo. Finalmente: botas, pantalón verde policía, camisilla negra, collar de perro en el cuello y cadena de perro como cinturón. Estoy frente a una reja que deja ver las escaleras. Espero algunos minutos eternos. Nadie baja. Nada se oye. Llamo a Óscar. Le digo que estoy en la entrada y aparece una mujer baja, de pelo corto, trigueña, un leve trazo indígena en la mirada, que minutos después sabré que es Juan Esteban.

—Te estaba llamando por la ventana para tirarte las llaves —dice.

Arriba, en el tercer piso, hay esto: 15 personas (pocas todavía, serán cincuenta), un biombo improvisado que crea un corredor mínimo por donde se entra a un salón grande, con pantalla y mesas con sillas. Hay media luz. Hay un pequeño escenario en el fondo, que se eleva solo unos cuantos centímetros del suelo. Hay una cruz de San Andrés y un cepo en el centro. Hay frases en una pared: “Pero aún no había podido verte el culo (este nombre para mí es el más hermoso del sexo). Bataille” o “Jueputa, qué rico”. Y en la barra del sitio (porque se vende licor) hay una mujer con un corsé en su torso que presiona sus tetas desnudas y las deja como dos pequeñas suculentas sobre un balcón, a punto de comenzar a regarse, crecer hacia abajo.

Suetonio

M. encontraría lentamente a Suetonio. Primero el nombre, a raíz de sus estudios de Derecho y su gusto por la antigua Roma. Luego, a los 23, personas para hablar y practicar. Pero todo lento, muy lento, sin tener, a diferencia de otros, un ama o un amo permanente o a alguien continuo para hacerlo (es heterosexual, pero para los azotes le da lo mismo hombre o mujer). Ha sido una vida BDSM sujeta al azar y a eventos como La Transnalgada.

Hoy, Suetonio no tiene una preparación física especial para recibir los golpes que caerán sobre sus nalgas apretadas. El entrenamiento se da en el tiempo, con la práctica. Con otros o autoflagelándose. Pero hoy no. Suetonio gastará el día en trabajar, leer, almorzar, ver televisión, hablar por celular, bañarse y salir a comprar algo para la fiesta (una prenda nueva, como un amuleto de la suerte). Luego se encontrará con unos amigos para comer y llegará a La Licuadora a las diez, con un morral negro en el que llevará los calzoncillos que estrenará y varios juguetes.

De izuqierda a derecha,los cinco spankees que participaron: Maira (plata), Paca (bronce), XXSM, Nikita y Suetonio (oro).

Nadie

El lugar se llena lentamente. Óscar David organiza el sonido, la pantalla en la que se proyectan videos sexuales y se pone una falda parecida a la que usan para bailar joropo. Después alguien lo ayuda a amarrarse un corsé, se suelta el pelo, se levanta la falda, para mostrar nada debajo: un pene grande y flácido. Al final solo se dejará el corsé y se pondrá unas sandalias blancas con tacón, ligueros y unos calzones de mujer con un borde de encaje.

Antes de que comience el torneo, converso con varios de los participantes. Uno a uno se sientan en la mesa en la que estoy. Mientras los diálogos suceden, alrededor se alistan los competidores: sacan los juguetes, se ponen babydolls, calzones transparentes, medias, pantalones de cuero. Todo negro, negrísimo. O rojo, como un enrejado que se ha puesto Juan Esteban —la mujer que me abrió—, que permite que sus tetas macizas salgan, mirando con dulzura la noche.

La primera con quien hablo es XXSM, novia de Juan Esteban, la mujer de las dos pequeñas suculentas asomadas en un balcón. Hace ocho años llegó a la comunidad, según me cuenta. Y el descubrimiento del BDSM sucedió con un profesor de la universidad, apodado Mr. H., quien fue su amo durante 18 meses. XXSM me explica el funcionamiento del torneo: igual número de azotadores o amos (spankers) por igual número de azotados o sumisos (spankees). Diez golpes y los azotadores rotan, para golpear a cada uno de los azotados.

Nikita, diseñadora de modas, tatuada, cara amplia y alta como la de un gato, me explica otro término: switch, alguien que a veces desea ser sumiso y otras dominante. Ella lo es. Y me confiesa que no necesita una pareja sexual, pero sí venir aquí, para azotar a alguien o que la azoten. Y también, moviendo las manos, con una cerveza al lado y la voz suave, que los orgasmos con azotes son “lentos, sensuales”.

Delordkano, bajo, dominante, 36 años, tres anillos en la mano derecha, esposas que cuelgan de su pantalón, dice: “No me pasó nada en la infancia”. Lo pronuncia como una advertencia, porque muchas personas tratan de encontrar el origen de este gusto en los primeros años. “Me gusta generar dolor”. También aclara lo que implica ser él, porque se tiene una persona a cargo. Y que todo debe ser sano, sensato y consensuado, por lo que es importante el código de seguridad, un gesto que le avisa al amo cuándo parar. Y que su juguete favorito es el látigo, el más difícil de manejar, porque puede cortar la piel.

Kanella Marentes, una mujer generosa con las palabras y el movimiento de las manos, de pechos grandes, trigueña, nueve años en la comunidad BDSM, dominante, quien no participa hoy, me cuenta que lo más importante es saber golpear, porque no solo se puede provocar un daño físico sino mental. Cada tanto se toca el pelo y asiente sin pausa mientras escucha. Me explica que no es necesario mezclar la sexualidad genital con el BDSM, porque pueden ser placeres divididos, puestos en cajones distintos. Y también algo que solo entenderé una hora después: que cada objeto deja una marca particular y que a muchos dominantes, incluida ella, les gusta acariciar con ternura las nalgas para sentir esto.

Todos me dirán su nombre real. Pero pasará a un segundo plano, porque aquí el poder se lo llevan los seudónimos, que son sonoros, significativos y extraños. Quizá justos, ya que muchos parecen una sucesión de golpes secos. Yo, un extraño, sin seudónimo, torpe, soy nadie, un N. N. Mi nombre real no importa.

Suetonio

Suetonio se quita la camiseta en un rincón. Acto seguido se sienta para hacer lo mismo con los jeans y lo que tiene debajo. En esta posición se pone los calzoncillos nuevos. Se hace el llamado a los spankees y los spankers. Solo han llegado cinco que pondrán sus nalgas al servicio, por lo que algunos amos se quedan por fuera.

Cinco hombres azotan, entre ellos Óscar David. Los azotados: cuatro mujeres blancas y Suetonio, el único que está casi desnudo, solo con sus calzoncillos negros. Se hizo una selección de juguetes, que se pusieron sobre una mesa. Los spankees se recuestan sobre sofás, una mesa y sobre el cepo que antes estaba en el centro y ahora contra una pared. Los amos calientan, hacer sonar el látigo (craqueo) o se soplan emocionados las manos. Juan Esteban será el encargado de contar cada serie.

El primer azote es la palma de la mano. Cincuenta nalgadas, diez de cada dominante a cada sumiso. Suetonio sabe muy bien que esto es el calentamiento, por eso se concentra, trata de pensar en otras cosas. Para los golpes solo se baja los calzoncillos atrás. Con la luz escasa su cuerpo se ve firme, las piernas largas, la piel más oscura.

El público está concentrado. Luego de la palma se ataca con el flogger, un látigo con varias colas, famoso por un libro y una película recientes de los que sobra pronunciar el nombre. Uno, dos, tres… diez. Suetonio no dice nada. Una de las mujeres grita; otra, la única que tiene zapatos —unos tenis con alas—, se empina para soportar los golpes. Nadie se retira.

La fusta ya comienza a crear moretones en las nalgas de una de las mujeres. Después sigue la tabla (paddle), por la que alguna piensa en retirarse. El golpe con ella suena seco, amplio, y deja marcas grandes (“el paddle rompe”, dice uno de los azotadores). Dos de las participantes contraen la cara, el cuerpo, aguantan. El dolor se les nota en la manera como las manos se aferran. A mitad de esta serie una levanta el puño —la señal de seguridad— y se retira.

La caña, hecha de madera flexible, quema, eso lo sabe Suetonio. Es una línea cruel en las nalgas, por eso respira, cierra los ojos, se concentra. El látigo, que viene después, es el que menos prefiere, porque saberlo manejar y tener puntería es difícil, y puede golpear la espalda (lo que puede ser peligroso) o las caderas (lo que puede romper la piel o desconcentrar).

En este punto las nalgas de una de las mujeres preocupa a varios, incluido Óscar David. Como es costumbre de algunos dominantes después de golpear a cada sumiso, uno de ellos le habla al oído, la acaricia. Ella, bella, pelo negro, quizá 30 años, quizá un poco menos, de nalgas grandes y temblorosas, decide seguir.

Con el látigo, los ánimos suben, el público grita. “Jueputa”, se oye decir a alguien, tras el sonido del cuero contra el aire. Uno de los amos, al que llaman ‘el Señor de los Látigos’, mira cada tanto alrededor, como si esperara un aplauso. Muchos comentan el estado de las nalgas, con múltiples lagos rojos bajo la piel. La de Suetonio permanece intacta, o eso parece, porque de cerca se alcanzan a ver algunas marcas leves. Él, a diferencia de sus compañeras, no grita y se mantiene casi inmóvil.

Después del látigo se emplea el vergajo, una fusta a la colombiana. Suetonio sigue, pero otra de las mujeres sale. Ante la queja de una de las sumisas, que se da la vuelta, alguien desde el público grita: “Nooo, que no se volteen”. La spankee se queja de los golpes, que a veces le rozan la espalda, por lo que la tiene con líneas superpuestas en diferentes direcciones, como la hoja de rayones de un niño.

Se acaban las opciones de juguetes. Solo hay tres sumisos y se decide implementar una técnica libre, en la que cada azotador golpeará con lo que prefiera. Comienza. Uno, dos, tres… diez. Treinta. Se acaba la serie y los tres siguen, casi a punto de salir. Entonces se decide comenzar otra libre en la que no pueden girarse después del paso de cada azotador. Uno, tres, cinco, siete… diez. Uno, dos, tres… y una de las mujeres levanta el puño y sale. Uno, cinco, ocho… la otra mujer hace lo mismo. Y Suetonio, aún con los ojos cerrados, casi quinientos azotes, con la mente puesta en otro lugar, gana. Y se oyen gritos.

Nadie

El torneo terminó hace cinco minutos. El año pasado fueron 700 azotes (en el torneo de Bogotá se ha llegado a 1300). El público ha vuelto a las mesas. Las spankees y los spankers que participaron caminan, van por cerveza, se acercan a las ventanas a fumar, se cambian. Las nalgas de las mujeres recién azotadas son galaxias vistas desde el telescopio espacial Hubble: los moretones son diversos, sorprendentes —en tamaños, colores y formas— y brillan como planetas o estrellas. Bebo una tercera cerveza mientras hablo con Kanella. A Suetonio todos lo abrazan, lo felicitan. Cuando pasa cerca, me presento, lo felicito y le cuento qué hago aquí. Me observa y sonríe:

—¿No se acuerda de mí?

Pienso: “No, no lo recuerdo”.

—Yo era el que estaba en la tienda en la tarde.

Ah, ahora sí. Y la etiqueta de sus calzoncillos, la misma de mi camisilla, me mira como queriendo decir “hola”.

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