15 de octubre de 2015

Entretenimiento

Un fofisano en clase de rumba

Le pedimos a un periodista y comediante con unos kilitos de más que se le midiera a echar paso en un gimnasio, rodeado de mujeres fit… y lo hizo. El resultado: hora y media de sudor, movimientos tipo John Travolta y un descoordine monumental.

Por: Mauricio Quintero / Fotografías: David Felipe Rincón
| Foto: David Rincón

Ningún hombre me había animado a cogerle el paso, y mucho menos delante de 15 solitarias mujeres. Pero como Dios le da cuerpo de flan a quien es durmiente, ahí estaba yo, madrugando un sábado para entrar a un lugar que para mí es mitológico: “elyim”, como le dicen aquellas a las que se les ve muy bien “elbluyín”. Llegué con mi pinta de rolo en Santa Marta. Hace mucho tiempo no hago ejercicio y mi clóset anda tan desactualizado que con esta ropa parezco personaje de comedia gringa de principios de los noventa. Ni siquiera sabía que ahora dictaban clases de rumba, porque me quedé congelado en los aeróbicos, esos ejercicios ochenteros que promocionaba la veterana actriz Jane Fonda. Una vez leí que precisamente esos mismos aeróbicos le habían provocado a la Fonda un infarto como el que le da a uno después de comer chicharrón con aguardiente en cualquier fonda.

Llegué en ayunas a la sede de uno de los gimnasios más famosos del país, en uno de los sitios más play de Bogotá. Allí me estaba esperando un contacto para que me permitieran entrar a la clase. Me pidieron el número de cédula para meterlo en el sistema y hacer que girara un torniquete como de buseta, de esos en los que se atascan las gordas con paquetes. Me indicaron el lugar y llegué a un salón gigante, repleto de espejos, como para tomar clases de ballet. Entré con actitud bailarina, pero consciente de que mi estado físico no daba ni para una clase de valet parking. Me recomendaron que me hidratara, y rápidamente entendí que se trataba de tomar agua sin sed. Me saqué la billetera del bolsillo de la pantaloneta, la puse en el piso al lado de la botella de agua y ahí mismo me senté.

Miraba gente dentro y fuera del salón en una actitud adelgazante, mientras recordaba que hace un par de meses había visto un documental en Netflix llamado Fed Up, en el que afirmaban que cuando uno consume azúcares sin fibra, el estómago se lo pasa al hígado y este lo convierte inmediatamente en grasa. Decían que el ejercicio no sirve para nada si uno quiere bajar de peso y/o estar saludable; que lo que realmente nos adelgaza y nos genera buena salud es eliminar el azúcar de nuestra dieta; que la palabra azúcar es camuflada bajo otros nombres en la lista de los Nutrition Facts de ciertos productos; que las gaseosas que afirman no contener azúcar son igual de venenosas a las demás; que los cereales y hasta las salsas de frasco listas para calentar y servir con pasta que no tienen sabor dulce también contienen sacarosa, porque el azúcar genera adicción y eso lo saben perfectamente los fabricantes de alimentos y bebidas; que a la gente en Estados Unidos la tienen convencida de que es gorda porque no hace ejercicio, cuando la realidad es que, por intimidación de los grandes empresarios, el gobierno no regula la fabricación, venta y mercadeo de bebidas y alimentos que están envenenando a la sociedad. Me acordaba de las recomendaciones del documental: tratar de no comer alimentos procesados y de consumir sacarosa solamente de las frutas, porque estas sí contienen fibra, y eso es lo que necesita el cuerpo para… “¿Te vas a hacer aquí?”, me preguntó una mujer hermosa, que puso su botella de agua importada sobre el piso. “¡Claro!”, le respondí, sonriendo. Ella levantó su botella y se sentó a más de 7 metros de mí, como si yo tuviera pie de atleta. Mucho azúcar es lo que les hace falta a ciertas mujeres para que la esparzan sobre tipos salados como yo.

Las alumnas les cuidaban el puesto a otras amigas, como tía en plazoleta de comidas de centro comercial. La clase aún no había empezado, yo no había eliminado calorías y ya estaba pensando en recuperarlas. Algo me decía que esta sería mi primera y única vez en una clase de rumba. Cuando el salón estaba casi lleno, con un portátil debajo del brazo llegó Fer, el profe de rumba: un costeño cariblanco y de pelo castaño que no botaba pluma, pero al que sí se le notaba su peso mosca júnior. De manera instintiva comparé su cuerpo con el mío y calculé que yo peso, por ahí, como dos Feres y medio.

Conectó el computador a un amplificador de sonido y desenfundó un arsenal de canciones con las que nos pensaba disparar sus movimientos para que lo siguiéramos. El profe-Dj le hace doble clic a Nota de amor, de Carlos Vives. ¡Música, maestro! Y empezamos a bailar suavecito. No pensé que una clase de rumba fuera algo tan sencillo. De manera inconsciente sigo pensando en comida bajo la vieja expresión “esto es pan comido”. Miro el reloj de reojo con la esperanza de que la cosa se acabe en menos tiempo de lo que hierve un chocolate. Sigo los movimientos con parsimonia, pero Fer empieza a arrearnos como caballos, con voces que indican cambios leves de mi paso, que no es muy fino.

Termina el calentamiento y empieza a prenderse la rumba con un cambio repentino de canción. Aumenta el esfuerzo físico y se vuelven más complejos los pasos. Suena En Barranquilla me quedo, de Joe Arroyo, y quisiera que el agua fría de mi botella fuera jugo de corozo y que la billetera que está al lado se convirtiera en un par de carimañolas. Muevo los hombros para darle un toque celiacrucesco a mi cuerpo, poniéndole todo el “a-zú-car” que mi hígado ha transformado en grasa. El profe pone otra salsa y me deja lelo, porque dos salsas seguidas solo las tolero cuando como perro caliente o hamburguesa.

Hasta que llega la cereza que le faltaba al helado: reguetón, el género musical que me espantó de todos los bares; el dembow beat que me desplazó de los locales nocturnos y limitó mis planes a teatro, cine y comer. Y vuelvo a pensar en comer porque reguetón me rima con panetón. Definitivamente este género fue el que me degeneró. Pero sigo firme porque el director de SoHo recomendó que diera lo mejor de mí. Bailo con entusiasmo y, cuando me miro en el espejo, veo que soy el hombre más anticonceptivo del gimnasio y que mis movimientos tienen mucho sabor, porque solo he pensado en comer.

Empiezo a captar que los pasos son parecidos entre una canción y otra, que así cambiemos de ritmo hay un patrón en los movimientos que se repite con pequeñas variaciones. El pasito estándar que nos indicó Fer es: hacia adelante, luego “pa’ atrá”; dos veces a la derecha, dos a la izquierda; dos vueltas del cuerpo girando hacia la derecha con las manos arriba y luego hacia la izquierda para quedar en el mismo sitio; un movimiento de cadera con un pie anclado y con el otro haciendo girar el cuerpo sobre sí mismo. Cuando esto termina, arranca de nuevo la secuencia. Le empiezo a coger el ritmo a la serie. Miro hacia atrás y veo a una mujer con gafas oscuras. “Esta como que se equivocó de rumba —pienso—. Respete, mija, que aquí estamos es ensayando una comparsa para un nuevo vicecónsul gringo que se vino a vivir a Colombia”.

Suena el famoso Mosaico de la Chula, del Joe, y me vuelvo un garabato. Creo que si me viera bailando la Unesco, podría declararme persona no grata en el Carnaval de Barranquilla. Se le apaga la música a Fer y detiene la clase para ver qué pasó. Aprovecha para cambiar de ritmo, pone champeta y ahora sí me huele a arepa e’ huevo. Pienso que es mi oportunidad de arrimarle el Minion a alguna alumna, pero los pasos siguen siendo individuales. Mientras todos mejoran sus movimientos, yo empeoro hasta lograr que quienes me rodean empiecen a equivocarse en el baile. Los estoy contagiando del mal paso, me siento un chikunguña del descoordine. Soy como esas personas a las que se les advierte que si no saben, no se monten en caballos finos porque se les tiran el paso. Si la gente del Ballet Nacional de Sonia Osorio me viera, me contrataría de múcura. Me muevo tan mal que estoy a dos canciones de que me den la nacionalidad finlandesa. Pero Fer me da el chance y cambia de ritmo: merengue. Y como soy rolo, juro que lo bailo divino. Suena Abusadora, de Wilfrido Vargas, pero parece que me faltara La medicina, porque bailo como si tuviera El comején entre las nalgas.

La música cambia de género y nos vamos de Celebration con Kool & the Gang. El instructor nos recuerda el paso de Travolta, ese que también hizo la Pantera Rosa; consiste en abrir las piernas, poner la mano izquierda sobre la cintura, estirar el brazo derecho con el dedo índice señalando el techo, bajarlo hasta las partes nobles y bis. Me siento perfecto para abrir pista en Studio 54 (con Caracas).

Cuando por fin le cojo el tiro a la vaina, Fer se pone agreste: va al computador de nuevo y le da play a Stand By Me, de Ben E. King, pero versión bachata y en “espanglish”. Definitivamente para meterse a una clase de rumba hay que tener un oído muy atlético. Recuerdo las palabras de mi amigo Lucho el comediante, quien sobre el escenario una vez dijo que bailar bachata era como poner tildes con el culo: “And darling, darling, stand…” ¡Tilde! “…by me…” ¡Tilde! “Oh stand…” ¡Tilde! “…junto a mí…” ¡Tilde! “…junto a mí…” ¡Punto y coma!

Sí, coma, me largo a desayunar. Ya no más, ¡me mamé! Yo pensaba que estas clases eran de una hora, y no como las de universidad, que duran hora y media. No me importa si lo visto hoy va a salir en el parcial. Me abro de esta rumba de gimnasio. Levanto la mano, no para hacer otro pasito tun-tun, sino para decirle bye-bye al tocayo del vocalista de Maná; aquí empieza mi éxodo, me voy ya mismo por mi pan enviado por Dios, mi propio maná. Y me voy feliz, porque lo comido y lo bailado, a mí, nadie me lo quita.

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