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11 de noviembre de 2018

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Así es la historia del desnudo en Colombia

Quitarse la ropa nunca ha sido fácil, y menos en un país tan conservador como Colombia. De ser delito a finales del siglo XIX, el desnudo ha venido quitándose el velo de tabú hasta ser lo que es hoy en día. Este recorrido muestra la historia de un tema tan polémico como popular entre los colombianos, en el que SoHo ha jugado un papel activo.

Por: Roberto Palacio | Fotos: Archivo particular

Como tantas otras cosas, el desnudo debió ser traído a Colombia. Hasta donde he podido averiguar, el poeta Jorge Gaitán Durán trajo al país el laminé, los afrodescendientes y el sexo anal, y Fanny Mikey con Dora Franco, el desnudo. Bueno, al menos el desnudo de las personas de bien, porque en la calle, la gente ya deambulaba en harapos y las putas en los burdeles se subían el faldón hasta la cabeza por dos golpes de aguardiente.

Dado que estos desnudos de bien eran traídos —de hecho, los de Dora Franco fueron inspirados en postales de desnudos franceses de la década de los treinta—, llegaban a Bogotá como todas las modas: descompuestas, supurantes y resignificadas. Véanse los desnudos de 1962 de Fanny Mikey tomados por Hernán Díaz para ilustrar un poema de Arturo Camacho Ramírez en el libro La vida pública; el fotógrafo parece haberla capturado en caliente, como si la policía fuera a irrumpir en cualquier momento… haciendo alarde de eso tan colombiano que es evitar la explicitud, ocultar un poco para poder hablar en diminutivo; algo como diluir un veneno para que no sea tan tóxico.

El desnudo de Fanny está eclipsado por una luz que parece la que se predica del rostro de Dios. Las tetas entonces seguían siendo glándulas mamarias y un pubis decente rememoraba el estofado de carne molida puesto en su punto. Pero no es mi intención la crítica: la virtud de lo pionero no está en la perfección del arte, sino en la afirmación de que existe un arte.

Las fotos de Dora Franco tomadas en 1968 ponen en evidencia otra porción acerca de cómo Colombia penetró en el prohibido arte de lo que todos hacían a la hora de empiyamarse. En los sesenta, el desnudo consistía simplemente en quitarse la ropa en alguna parte que no era la casa. Tan era así, la costumbre tan contraria a los fríos contritos de la capital, que a Dora Franco la asistieron con caldos y líquidos hirvientes y vaporosos para evitar que el frío del estudio de La Candelaria en donde el fotógrafo Abdú Eljaiek capturó las imágenes hiciera que el pezón erguido obliterara lo que había de aureola.

Cuenta la misma protagonista cómo luego de las fotos las mujeres la odiaron y los hombres la veneraron. Ya se había asociado al desnudo este sentido de suciedad deleitable. Para las mujeres de la época, empelotarse públicamente era una trampa imperdonable en el arduo juego de conseguir hombres, como coronarse campeona de tenis por jugar sin malla. Para los hombres fue deleite tener acceso a cuerpos que nunca podrían acariciar.

Para entonces no existía en un sentido propio nada que pudiera llamarse pornografía como la conocemos hoy. Antes de la década de los cincuenta se vendían en el mundo entero postales de prostitutas bajo la denominación de “series artísticas”, no muy distintas a las escenificaciones de Toulouse-Lautrec. Con la Segunda Guerra Mundial, se dio un paso enorme con el “pin-up”, una imagen de una mujer voluptuosa, a menudo dibujada, lista para ser pegada en la litera del soldado, la cual ya curtida no requería Colbón para quedarse en su lugar.

En los pin-ups había algo de ese sabor del deseo irredento que deja la belleza incólume de los demás. Su esencia podría haber sido descrita por Oscar Wilde, quien un siglo antes afirmó que la perversidad es un mito inventado por la gente buena para justificar el peculiar atractivo de otros. En Colombia, cualquier cosa que oliera a pornografía era un asunto riesgoso; desde el Código Penal de 1890 se prescribía cárcel de dos meses a un año para el que “diera a luz, publicara, introdujera o expendiera libros, folletos o cuadernos que contuvieran obscenidades”. Pero claro que había gente dispuesta a correr el riesgo, porque la alternativa era impensable: autocomplacerse con imágenes de la mujer. (Lea también:  Tinto Brass la pornografía del poder)

Hay un lado peculiar del desnudo en Colombia. En torno a él han descollado una serie de nociones del cuerpo. No es la maldita moral puritana la que lo ha combatido. Es una noción de fuerza, eficiencia… el cuerpo desnudo es inútil, extravagante. Es preferible verlo descuartizado que exuberante… las tetas son excéntricas; el culo, una ampulosidad. Por ello perdonamos antes la violencia que la pornografía, y por años fue más fácil presenciar un fusilado que una vagina. Los primeros desnudos en Colombia fueron aproximaciones que defendían el espacio de la lujuria frente a la necesidad. El desnudo era innecesario, habiendo tanta ropa insípida como una colación para ponerse. Y como innecesario, los primeros desnudos se llamaron “artísticos”.

Algunas de las primeras pinturas de desnudos en Colombia —muy anteriores a las fotografías de desnudos— intentaron disculpar las protuberancias del cuerpo asimilándolo al de Adán y Eva. En 1929, el pintor Domingo Moreno Otero, recién llegado de España —por aquello de la importación del desnudo—, expuso en Bucaramanga una serie de pinturas de cuerpos sin ropa. En su cuadro El beso, hoy en el Museo Nacional, un hombre y una mujer similares a los primeros humanos en el Edén se besan desnudos con pasión. (Lea también: Tropical Porn el arte de leer con una sola mano)

Solo despunta el culo generoso de ella; nada de penes… mucho menos innombrables vulvas o senos turgentes. La ilusión de asepsia venía aumentada por el hecho de que la exposición se desarrolló en una droguería de cadena, zona de tolerancia para el cuerpo en Colombia, donde nos atrevemos a hablar de condones, toallas higiénicas y cosas decentes a ser insertadas por el imponderable orto. En el mundo —y por ello digo que las importaciones alteraron el producto—, los artistas estaban retratando el cuerpo desnudo para recordarnos nuestra brutalidad banal, para que la ropa no nos hiciera banqueros, políticos o malnacidos ricos irredentos. Si fuésemos un cacahuate, hubieran retratado nuestra semilla interior, lisa, impúdica, acariciable e indómita.

Pero era inevitable; poco a poco el desnudo devino pornográfico. Desde entonces pareciera que se ha creado una absurda y enorme brecha entre el cuerpo real y el cuerpo imaginado… ¿Qué hay con ella? ¿Qué la causó? En junio pasado, la artista Deborah de Robertis se sentó frente al cuadro El origen del mundo, de Gustave Courbet, en el Museo de Orsay en París, y se ventiló la chacha… un buen rato. Su cunnus estuvo al aire y eventualmente despertó aplausos. De Robertis quizá quería exhibírselo al cuadro. Fue demasiada la exposición de la nuez interior y los guardias la escoltaron al exterior del museo entre los vítores del público asistente. El cuadro, un portentoso desnudo, no podía ser mirado de frente por un desnudo.

Bueno, quizá he faltado a la verdad: no es cierto que la moral puritana no jugase ningún rol en el asunto. A mediados del siglo XX en Bogotá, una Junta para la Decencia había logrado vestir con ropa a la Rebeca en el Parque Centenario y al moribundo Rafael Uribe Uribe en el Nacional, impidiéndole el único abrazo erótico de su vida con el cual lo inmortalizó el español Victorio Macho… desnudo ni en la muerte.

No todo ello se debía a la pura moralidad en el culmen de sus preceptos. Había algo práctico en despreciar la desnudez: era el frío, los asedios de las pequeñas bestias; piénsese en la desnudez en Boyacá… o selvática. Es por ello que la desnudez ni siquiera era respetable en la oscuridad. Ha estado ligada indefectiblemente al no mirar, a taparse los ojos; nos molesta lo similares que somos a un pollo, el hecho inexplicable de nuestra depilación única en el reino animal, la sensación turgente y dura de los cuerpos que nos hace más similares a un porcino que a un tigre.

La piel es una superficie inobjetable; no se dispone de bolsillos para darle ocupación a las manos. Se tiene ante la cara la terca gravitación gonádica que no evoca nada, la lucha contra la segunda ley de Newton de los senos… mirándonos, desnudándonos en otro sentido… el inexorable contraste entre el rostro y las partes protuberantes de los demás, anómalas, hipostáticas, que a menudo nos hacen pensar que esas caras no se corresponden con dichos órganos. Es por ello que hay mil cosas que es raro hacer desnudo: pescar, pedir dulces en octubre, prender una chimenea y parquear un carro en reversa.

Para 1988, con la telenovela Los pecados de Inés de Hinojosa, lo raro para hacer desnudo era acostarse con otra del mismo género so pretexto de ungimientos balsámicos. Cuerpos macilentos debajo de otros miscegenados, impúdicos ambos… ¡hideputas! Doña Inés, la devoradora de hombres… no conocíamos —al menos no públicamente— a estas mujeres a las que había que recordarles que los hombres son sus amigos, no comida. Con Los pecados de Inés de Hinojosa, el pecado mismo entró a los hogares, sin suscripción, sin pague por ver. Gracias a ella supimos que hace 400 años la gente tenía cuerpos y se desnudaba… y que había pezones y que estos tenían colores.

Esa simple invectiva —que en la Colonia habían existido el fornicio y ungidas lésbicas— ayudó, por increíble que parezca, a comprender que el cuerpo entero, no picado ni convulso o torturado, era parte de la historia de Colombia. Hasta el momento, parecía que del pasado nacional solo nos llegaban elucubraciones patrioteras… y narraciones cargadas de formulismos románticos. No era la primera vez del desnudo provocador. Recuerdo con claridad esta sensación colectiva de perversidad irresistible que se despertó con Eroticón, el filme de 1981 en el que descubrimos que Álvaro Ruiz tenía deseos de carácter sexual, porque de Nelly ya lo sospechábamos. La película se reputó de pornográfica por un desnudo de Nelly Moreno que hoy podría salir en un comercial de Alpinito. Pero en su momento fue tenida como una película atrevida, transgresora, sucia.

La pornografía propiamente dicha había hecho sus primeros pinos no a través del cine sino de revistas como La Sueca, que tenía el mismo formato básico de Penthouse en sus primeras ediciones. No salía la chica que vivía al lado, como lo afirmó Hugh Hefner de las modelos de Playboy. Era la imagen macilenta y dura, intencionadamente iluminada para resaltar las partes pudendas, con historias simples y sin entrevistas a Fidel Castro.

Eran revistas hechas para ser sucias: el cuerpo desnudo puesto al servicio de las emociones que se siguen con la lengua sobre los labios. Era, si se quiere, película porno en papel. La revista Cuerpos, uno de los primeros accesos de los colombianos a la pornografía, al parecer era un negocio del cartel de Medellín, enfilado por Édgar Roberto Escobar, conocido como —el Poeta—, quien jugaba el papel de jefe de relaciones públicas de Pablo Escobar. Pero más difícil que abrir sus páginas es conocer la historia de la pornografía en Colombia en los setenta y ochenta; todo debe precederse de un “al parecer”, porque así como la revista se cierra al concluir la jornada de autocomplacencia, la historia se cierra sobre las publicaciones olvidadas de la masturbación y no pondría yo mi mano en el fuego por nada de lo dicho en este párrafo que el lector cerrará con el diminuto punto que ofrezco a continuación. (Lea también: No más paja la verdad sobre la masturbación)

Exceptuando unos cuantos desnudos que Amparo Grisales hacía cada vez que salía del foco público, no fue sino hasta 2003 en esta misma revista que la desnudez tendría una segunda oportunidad dada a las estirpes condenadas a 50 años de pornografía en esta tierra. El primer desnudo vino a aparecer en la edición número 40, me imagino que bajo la petición de lectores que no lograban masturbarse con un reloj o una botella de whisky. Los desnudos de Juliana Galvis fueron francos, frontales, carentes de pornografía y, en esencia, portadores de una línea que sigue hasta hoy.

Pero más que el desnudo en SoHo, con su exhibición de cuerpos se demostró que hay otra forma de concebir la desnudez más que como la materia convulsionada, propia de la historia que hemos contado. Había un público dispuesto a consumir ese otro desnudo más doméstico… uno emparentado con la idea de que las ciudades eran oferentes de sexo, que no tenía por qué ser clandestino ya que no esperaba ser legalizado.

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